Película 2010: Odisea Dos

Antes de entrar en cualquier consideración, cabría preguntarse por qué se decidió elaborar una secuela de la monumental 2001: Una Odisea del Espacio. La idea de abordar semejante proyecto, abocado a la inevitable comparación y humillación, es sin duda una de las más desafortunadas de la historia del cine. Un arriesgado planteamiento sobre el que incluso su propio director, Peter Hyams, tuvo muchas dudas y reparos a la hora de asumir el imprudente reto. Finalmente, el cineasta norteamericano, ya iniciado con cierto éxito en el género de ciencia ficción, aceptó el encargo de la Metro Goldwyn Mayer adaptando para la gran pantalla la novela 2010: Odisea Dos, escrita por Arthur C. Clarke en 1982 como continuación literaria de la colosal aventura espacial que Stanley Kubrick y el propio escritor crearon en 1968. Una grandiosa odisea, fascinantemente abierta en su culminación, que para nada necesitaba de ningún tipo de prolongación, explicación o prórroga, menos aún cinematográfica.

Las cuestiones y dudas que surgen en la Tierra sobre lo acontecido en el transbordador Discovery tras el fallo del ordenador HAL 9000 y la misteriosa desaparición del astronauta Bowman, sirven de argumento a un film que narra la experiencia de una segunda expedición soviético-norteamericana que pretende resolver el enigma con un nuevo viaje a Júpiter en busca de las respuestas que encierra el mítico naufragio espacial. Rodada en plena «Guerra Fría», las diferencias entre ambas superpotencias marcarán el rancio trasfondo político que sirve de escenario a una película que hasta su pretencioso y fallido desenlace se defiende con dignidad.

Comprobando las astronómicas distancias que separan ambas cintas en todos los aspectos, se podría asegurar que la insignificante presencia de esta hija bastarda ante la grandeza de su predecesora no empaña la categoría de la original para alivio de todos, probablemente Hyams incluido. Tal es la diferencia que su relación, lejos de resultar evidente, no deja de ser más anecdótica que real en el imaginario colectivo. Y ciertamente esta circunstancia parece ser la buscada por el director al alejar, en la medida de lo posible, su trabajo del de Kubrick. Así, la narrativa en lugar de pausada se torna extremadamente veloz y el silencio se convierte en largos diálogos teóricos sobre la célebre «Misión Júpiter» que, sin molestar ni participar demasiado en la leyenda, resultan medianamente interesantes. Del mismo modo, la sobria y elegante estética es radicalmente sustituida por una tosca puesta en escena repleta de desconcertantes y coloridos sistemas que, gracias a su cuidada fotografía, consigue superar la media visual del género. Contra todo pronóstico, y por un instante, llegamos a tener la impresión de que la independencia del film puede salvar el proyecto del desastre. Nada más lejos de la realidad, pues finalmente la película se estrellará contra el duro monolito al intentar abordar sus secretos.

En definitiva, podría decirse que durante gran parte del metraje contemplamos cómo una pandilla de gamberretes juveniles, de visita por la Catedral de la Ciencia-Ficción, corretea en la Basílica de Stanley, hacen algo de ruido, disparan flashes prohibidos al fotografiar emblemáticas estancias de culto y roban un par de recuerdos en la tienda de regalos. En realidad nada demasiado grave; hasta que más tarde envalentonados al no recibir advertencia alguna, ocultos en la noche se adentran en la cripta y profanan la esencia misma y el misticismo del Sagrado Templo. En ese momento, cuando HAL 9000 y Dave Bowman vuelven a escena, cuando el monolito queda manchado por sacrílegas pintadas y su director juega a ser Dios-Kubrick, el acto vandálico se torna en atentado imperdonable y la película encuentra el merecido y previsible castigo a su atrevimiento: la justa condena al más doloroso ostracismo.