Los Renegados del Diablo

Un violento asalto policial a una ruinosa casa situada en medio de ninguna parte del desierto de la Norteamérica menos cívica, donde apaciblemente descansan tumbados alrededor de cadáveres en descomposición unos personajes de lo más haraposos, que se niegan a ser capturados defendiéndose mediante unas rudimentarias y caseras armaduras de metal en cuerpo y cara y un buen arsenal armamentístico, todo ello montado, al principio, nerviosamente, para después ralentizarse a las maneras de una cámara lenta que se recrea en los disparos, impactos, sangre y sufrimiento de los repulsivos habitantes. Comienza entonces una típica canción country de la época (años 70) a la vez que aparecen los títulos de crédito y vemos la escapatoria de dos de los hermanos, que se hacen el hueco hacia su libertad mediante el engaño, primero, y el apuñalamiento, después, de una pobre mujer que acude a su rescate en medio de la carretera, haciendo acto de presencia, de nuevo, la cámara lenta, que obliga al espectador a ser un indefenso y violentado partícipe de la atrocidad. Así comienza esta incómoda película (segunda tras la también desbocada La casa de los 1000 cadáveres) del cantante Rob Zombie.

Detallo esa primera escena porque, si no les ha parecido muy agradable, les aviso que mejor apaguen el reproductor desde ese mismo instante. Sin embargo, yo les insto a deleitarse con esta ópera del terror más real, salvaje y crudo, no ése de falsas vísceras y final feliz que sirve de impuesto e idiotizante entretenimiento juvenil, sino aquél que lo hace pasar realmente mal al espectador sin necesidad de efectismos pueriles y sustos vacuos, donde éste es incapaz de encontrar esa tan necesaria -porque así nos lo han vendido- identificación, viéndose golpeado indiscriminadamente por unos personajes bien construidos pero carentes de cualquier tipo de moral, en un lugar y en una situación donde no puede haberla, y donde prima el retrato de un ambiente y una gente que vive en el más absoluto y brutal libertinaje. Son personas que entienden la vida como una perpetua y exaltada rebelión ante las normas establecidas por una ley que debe reaccionar con sus mismas amorales e indiscriminadas armas, sin piedad. No se trata del mascado y redentor juicio ofrecido habitualmente por la película al uso, no, aquí no hay escapatoria; se aborda la recreación de la arbitrariedad humana más primitiva mediante un ora desmedido, ora socarrón, en última instancia inventivo y bien logrado sentido cinematográfico que el director sabe imprimir adecuadamente.

Lenguaje explícito y soez, deshumanizante y sucio sexo, humor corrosivo e incómodo, violencia cruel, mofa religiosa y no pocas dosis de perversión riegan la huida de la familia y su persecución por el sheriff local, en el marco de una ruda pero certera ambientación setentera -muy deudora de los clásicos del género de la época, estando Peckinpah muy presente aquí- siempre acompañada de las raíces musicales de esa América profunda puesta en imágenes. Mucha transgresión y nula salvación.