Película Las flores de la guerra

Una de tantas aberraciones acaecidas en la historia de la humanidad ocurrió en China en el año 1937, cuando las tropas del ejército japonés invadieron la entonces capital del país, Nankín, para exterminar, según algunas fuentes, a cerca de 300.000 personas, muchas de las cuales fueron mujeres violadas sin contemplación. En esa coyuntura se sitúa el último film estrenado del más conocido realizador de ese mismo país, Zhang Yimou. El más caro de toda su historia.
Conflicto falso cura – prostituta cabreada

Lo cierto es que resulta, cuando menos, sorprendente la evolución de este director, que en sus comienzos nos entregó films austeros y de mirada intimista (Ju Dou, semilla de crisantemo, fechada en 1990, La linterna roja, de 1991, o, un poco más adelante en el tiempo, la encantadora Ni uno menos, de 1999) para, posteriormente, virar su carrera hacia una deleitación estética y visual, siempre sin dejar de mirar a la(s) historia(s) de su país (Hero, de 2002, La casa de las dagas voladoras, en 2004, o La maldición de la flor dorada, estrenada en 2006). Ahora, con la aparición de Las flores de la guerra, parece querer establecerse en un punto medio, desde donde poder entonar la denuncia a través de los pequeños grandes gestos, pero que también le sirva para exhibir su rico poderío visual, sobre todo a través de la plasticidad.

La historia se desarrolla en el interior de una iglesia adonde llega John Miller, un trabajador de una funeraria reconvertido en bebedor y buscavidas. En el interior del templo, un pequeño joven le pide que asuma un nuevo rol como sacerdote con el fin de proteger a dos grupos de mujeres; por un lado, unas jóvenes estudiantes, por el otro, un grupo de prostitutas que buscan refugio. Mientras tanto, en el exterior se suceden los bombardeos.

Prostitutas = color

Aunque la cinta exhiba espectaculares secuencias enmarcadas en el fragor de la batalla, estas son puntuales (y que no rehúyen la dureza de su contenido, reflejando el histerismo de las situaciones a través de una lograda filmación cámara en mano), ya que el grueso de su contenido apunta hacia las relaciones que se establecen entre los muy diversos personajes que han de comulgar en esa improvisada comunidad interior. El problema es la falta de credibilidad de éstas. Principalmente, por el personaje interpretado por Bale, no sólo por la falta de convicción que el actor aporta a su personaje (no sería descabellado pensar que su participación en el film sea fruto de una mera decisión mercantil, de ambición de una mayor repercusión internacional de la producción… si cabe), sino porque el viraje de su actitud dentro del mismo resulta poco convincente y elaborada; su toma de conciencia -en efecto, muy loable- hubiera necesitado de un mayor trabajo, también en lo textual. Por otro lado, la comunión entre los dos grupos de mujeres no termina de funcionar, sí lo hace aisladamente, en la medida en que el mencionado personaje (que ejerce como eje accionador de la trama) interactúa con las mismas, pero vista su escasa interoperabilidad resulta sorpresivo el sacrificio final de unas por otras; es más, por tanto, un gesto complaciente cara al gran público por parte de Yimou que una acción con auténtico sentido narrativo.

Donde la cinta gana enteros, tal y como era esperado, es en lo visual, más concretamente a través de la plasticidad que desprenden sus imágenes. En este sentido, la fotografía resulta harto importante, y en este caso, sí tiene un sentido para con la historia más allá de la mera recreación estética. En esta guerra, cuyas víctimas más propicias son personas corrientes y humildes, existe una barrera aparentemente infranqueable: los muros de la iglesia. A un lado, se manifiesta el gris ceniciento del polvo de las paredes derruídas, los cadáveres, los disparos y, en general, la ciudad exterminada. Al otro, queda una oscuridad íntima, un silencio asolador, una uniformidad -simbolizado a través de los uniformes azul marino de las estudiantes- que se rompe a través de dos componentes bastante remarcados: las vestimentas de las prostitutas y las vidrieras del templo -que transforman la fea luz del exterior en un alegre colorido hacia el interior-. De ese contraste nace una flor de esperanza, quizás el significado último de la vida y de la convivencia que ha de establecerse. El amplio cromatismo y el arco de colorido que tanta presencia tiene en el relato (también como elemento distorsionador y temible: el rojo sangre que tan acostumbrados estamos a ver), ayuda al enriquecimiento de esas relaciones que flojean en lo que al guión se refiere, a la vez que establecen una mirada certera -y con un punto melancólico, casi sentimental- sobre el conflicto.

Una luz transformada en esperanza

Se echa de menos un mayor arrojo sobre la trama, un mayor grado de autenticidad a lo largo del relato -y eso que éste no es precisamente corto: son dos horas y media de película-, y un punto menos de sentimentalismo en la historia, para que esta guerra resulte un poco más creíble (tal y como sucedía en la eficaz y cruda -dos elementos que no tienen por qué ir de la mano para conformar la excelencia- Ciudad de vida y muerte, de Lu Chuan, que relata los mismos hechos pero desde un punto de vista muy diferente). No obstante, Las flores de la guerra aporta el grado justo de aprendizaje a la vez que consigue aventurarse en los “apartes” del enfrentamiento (sin olvidarse, tampoco, de aquellos momentos de más difícil contemplación) como para ser tenida en consideración.