Película Siete psicópatas

McDONAGH VS. SU PSICÓPATA INTERIOR
El debate entre humanismo y violencia, aquella disyuntiva entre unos diálogos geniales y un buen tiroteo existente en Escondidos en Brujas (debut en la dirección de Martin McDonagh), definitivamente se ha apoderado de la mente de este pujante director británico. Y no sólo en sentido figurado. Así, Siete psicópatas, más allá de un filme, es una puerta abierta a la latente locura de McDonagh. Recapitulemos: el largometraje trata sobre el bloqueo creativo de Marty (Colin Farrell), un guionista alcohólico enredado en un libreto titulado (comienzan los paralelismos) «Siete psicópatas». Un escritor incapaz de definir unos personajes, un puñado de asesinos en serie, poco adecuados para su verdadero objetivo artístico: hablar sobre la paz y el amor. Sin embargo, su amistad con un tal Billy (exhuberante Sam Rockwell), actor demente y secuestrador de perros profesional, le servirá de inspiración harto efectiva: si necesita perfiles de psicópatas, qué mejor que conocer en persona a unos cuantos, empezando por el propio Billy, peculiar y peligrosa musa.

Ubicada la trama, cuyo enfoque será el humor negro marca de la casa, será más sencillo explicar mis primeras reflexiones acerca de Martin McDonagh, pues el realizador, en un aprovechamiento óptimo de la crisis creativa real sufrida tras su debut en el largometraje, realiza aquí un auto-psiconálisis digno de mención, volcando su propia personalidad en los dos roles principales: McDonagh es Marty, el escritor pacifista enredado en un filme violento; McDonagh es Billy, el amigo psicópata decidido a ayudar aportando «ideas». Tal vez no sea el Barton Fink de los Coen, pero he aquí una de las soluciones más apropiadas de los últimos tiempos para autores en períodos de carestía imaginativa.

Farrell, Walken, Rockwell y un gorro de mapache.

El film se basará pues en esa dicotomía Marty/Billy, convirtiendo en motor de la trama lo que en su anterior película era implícito. Como si McDonagh quisiera impedir que la violencia eclipse su talento, demostrando que él es algo más que todo eso, que no es Guy Ritchie. Y es cierto. Tal vez nunca coseché la celebridad de Snatch. Tampoco acabará como palmero de Madonna. Hay algo mucho más profundo en McDonagh, un aparato más sofisticado en la estructuración, recursos y humor de sus relatos. Y de nuevo una dirección de actores portentosa, herencia de su años en el teatro. Cierto que los mimbres ayudan: no siempre se cuenta con secundarios como Christopher Walken, Woody Harrelson, Tom Waits… Pero, más allá de eso, el dibujo de caracteres es de aúpa. Sobre todo el realizado para un Sam Rockwell tremendo, desatado. Salvajemente humorístico. Violentísimo. Aquella parte del propio McDonagh contra la que resulta inútil resistirse. «This movie ends my way» le dice textualmente un sanguinario Billy a Marty, o McDonagh a sí mismo, si destapamos los espejos.

Ciertamente, bajo un enfoque generalista y determinada perspectiva histórica, el director británico no será pionero dentro de cierto movimiento del cine de gángsters violento y malhablado. Por otro lado, tampoco es que dicho género encuentre ahora su pico de popularidad. Pero Martin McDonagh, con las dos formidables cintas firmadas hasta ahora, dibuja la silueta de un territorio propio más allá de todas estas consideraciones. Y uno, reflexionando sobre lo visto, tiene la sensación de que podrá revisitar estas películas dentro de veinte años y seguirán siendo condenadamente divertidas, seguirán teniendo enjundia, significando lo mismo más allá de modas y cronologías de estilos e influencias. Eso hace de este realizador un nombre a seguir, uno de aquellos de cuyos estrenos merece la pena estar pendiente. Siempre y cuando, haya más. Pues tras los títulos de créditos sabremos que McDonagh tiene una promesa que el sombrío Tom Waits podría cobrarse este martes… O, tal vez, cualquier otro día.

Don’t trust the bunny. Waits is bad as himself.