Valoración de VaDeCine.es: 9
Título original: Blancanieves
Nacionalidad: España
Año: 2012 Duración: 104 min.
Dirección: Pablo Berger
Guión: Pablo Berger
Fotografía: Kiko de la Rica (B&W)
Música: Alfonso de Vilallonga
Intérpretes: Macarena García (Carmen), Maribel Verdú (Encarna), Sofía Oria (Carmencita), Daniel Giménez Cacho (Antonio), Ángela Molina (Doña Concha), Pere Ponce (Genaro), Josep María Pou (Don Carlos), Inma Cuesta (Carmen de Triana), Ramón Barea (Don Martín), Emilio Gavira (Jesusín), Sergio Donado (Rafita), Oriol Vila (Joven Arrogante)
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Éste es el proyecto de un ferviente amante del séptimo arte, de un director perpetuamente a contracorriente, de un guionista obsesivamente puntilloso. Su nombre, Pablo Berger. Su origen se sustenta en dos profundas y arcaicas raíces. La primera se hunde en el año 1986, en una sala a oscuras del Festival de San Sebastián en la que se proyecta Avaricia (1924, Erich von Stroheim), contando con una reputada orquesta que interpreta en directo la partitura del maestro Carl Davis. Unos años después, entrados los noventa de Cobain y Vedder, una serie de fotografías en blanco y negro, donde su mirada tropieza con posados de clanes compuestos por toreros enanos, recogidas en el peculiar libro “España oculta” de Cristina García Rodero –la segunda raíz–, se le van a mezclar en su indescifrable imaginación con el recuerdo de la experiencia que disfrutó en aquella señorial sesión cinematográfica a las puertas del mar Cantábrico. El resultado de este cóctel, Blancanieves.
El siguiente paso, papel y tinta. Pablo Berger emprende la escritura de un minucioso guión que aunara el cine mudo –para conducirlo por otros derroteros–, el cuento clásico de Blancanieves –depravándolo en la tierra de las procesiones y las mantillas–, el mundo del toro –con su liturgia repleta de santos y cadenas– y la sombra de Freaks o La parada de los monstruos (1932, Tod Browning), la cual sobrevuela parte del metraje –como punto de partida y sentido homenaje–. Texto que se acompañó de un minucioso storyboard de Íñigo Rotaetxe, lo que facilitó la planificación del rodaje, minimizando tiempo, recursos y dolores de cabeza.

Ya sólo faltaba encontrar financiación. ¿Sólo? Como ya le ocurrió con Torremolinos 73, su primera película, estrenada en 2003, ésta nunca llegaba a cerrarse por la negativa de las televisiones de nuestro país, cuya aportación se antojaba indispensable para llegar a buen puerto. Un “no” argumentado en que Blancanieves, a pesar de ser una obra ambiciosa y muy interesante, era también una locura que acabaría en absoluto desastre. Resignado, Pablo Berger y algún romántico, como Ibon Cormenzana, salen en busca de otros inversores –Enrique Bunbury, por ejemplo, fue uno de los que dijo “sí”–, renegocian los salarios de los actores y renuncian a alguna escena. Y, pese a las trabas, dos ideas innegociables: muda y en blanco y negro.
Un trabajo que tarda siete años en ver la luz, en pasearse por las pantallas de las grandes capitales de este reino de sangre y arena. En ciudades de menor tamaño nos tenemos que conformar con comprarla o alquilarla para uso doméstico. Porque, según los dueños de los cines enclavados en estos páramos –cada vez menos, se siguen cerrando sus puertas mes tras mes–, ¿quién va a pagar una entrada para ver una película muda y en blanco y negro? ¿A quién se le ocurre? Mientras tanto, en otros lares, The Artist (2011, Michel Hazanavicius) y su colección de dorados premios y recompensas.

Dos películas con obvios puntos en común. Ambas comparten fechas de estreno no excesivamente lejanas en el tiempo. Pocos más de un año se llevan. Tiempo insuficiente para no relacionarlas instintivamente. El blanco y el negro en la pantalla –aunque las dos, al igual que El hombre que nunca estuvo allí de los hermanos Cohen o La cinta blanca de Michael Haneke, fueron rodadas con negativo en color–. También comparten la época y el tiempo en los que se desarrollan sus tramas. Un pasado del que ya sólo van quedando testimonios creados por el hombre. El silencio de las voces, los notas expulsadas por los instrumentos inundando el aire que nos rodea, la mezquindad de la que somos esclavos. El método para afrontar ciertos personajes. Maribel Verdú –cada día mejor actriz y más hermosa–, al igual que Pere Ponce o Josep María Pou, encaran sus papeles como si la palabra no hubiera llegado al cine. Como si los Méliès y los Griffith de aquella generación copasen esta noche las carteleras de Gran Vía.
Sin embargo, estos dos títulos son también poseedores de otras características que los alejan irreparablemente, dotando a cada uno de ellos de una personalidad distinta y singular. Si uno de los objetivos de The Artist era crear un film en 2011 que se hubiera podido programar en los cines de los años veinte –las actuaciones rozan el “grand guignol”, el vodevil, la exageración, cumpliendo a rajatabla el dogma de aquella era–, Blancanieves apuesta por otras miras. Jamás podría haberse estrenado entonces. O de hacerlo, habría originado un cisma de enormes proporciones. Blancanieves es una película de hoy para un público de hoy y del mañana. Las interpretaciones de Carmen –Sofía Oria de niña, Macarena García de mujer– o las de sus seis compañeros de carromato, alejadas del artificio, desprendiendo naturalidad y desparpajo, olvidándose de cámaras y de ardides, imposibilitan su encadenamiento al cine representado por la cinta del parisino.

El tratamiento de la música también es divergente. The Artist es, al igual que las interpretaciones, puros años veinte. En Blancanieves la emocionante música compuesta por Alfonso de Vilallonga se interrumpe por coplas y tonadas flamencas que invitan a una niña y a un inválido a zapatear y a romperse la camisa. Una música que no siempre se hermana bien con el fotograma, que de vez en cuando, quizás por cumplir con determinadas fechas y plazos, choca lateralmente con ella.
Donde en The Artist encontrábamos un guión algo encorsetado, en Blancanieves cada escena es una sorpresa, una feliz perversión del cuento de los hermanos Grimm, una visión que declama inteligencia y arrojo. A esto debemos sumarles un ritmo perfectamente medido y un acercamiento a la historia y a los personajes profundamente preciso y calculado, los cuales consiguen envolvernos en la magia que desgaja cada plano. Y un tono tan consciente que nos revela sin tapujos nuestra cultura e idiosincrasia. Nuestro legado. Lo hace bisbiseándonos al oído que no debemos desprestigiarla, sino conocerla, comprenderla, enlazarla con una sociedad y unos años determinados. Donde, como hoy, las alegrías se alternaban con las penas. Los sueños con las escaleras que trasvasan a habitaciones prohibidas y mal ventiladas, a secretos inconfesables, a recuerdos de tiempos mejores, a bocas que besaban con el corazón, a castigos por el simple hecho de existir y heredar los ojos de una madre.
No sería correcto por mi parte destacar a un actor por encima de otro. Me los creí a todos, no se puede pedir más. Sólo espero seguir viéndolos en pantalla o sobre un escenario. Especialmente a los miembros de esa entrañable cuadrilla de banderilleros y picadores. A ese enamorado de la Luna. A mi paisano, pues ahora es de aquí, Emilio Gavira, que además de saber enrabietarse y aceptar el error con maestría, es un magnífico barítono –y, dicen sus amigos sin estar él presente, mejor persona–. Suerte a todos. Nos va a hacer falta.
Antes de empezar a verla tenía ciertos prejuicios y reparos sobre esta película, una mezcla de un cuento de los Hermanos Grimm en un ambiente taurino es algo que el mismo sentido común hecha para atrás pues no sabes lo que te vas a encontrar. Pero si una cosa hay que reconocer es el valor que hay que tener para en pleno apogeo de las superproducciones y el tres D atreverse a hacer una película muda y en blanco y negro, si ya sé, que eso mismo ya se hizo en la multipremiada The Artist y dio resultado, ¿pero se podría repetir la misma fórmula con idéntico resultado, añadiéndole el inconveniente de en vez de tratar sobre un tema internacional como es el mundo del cine, tratar sobre un tema tan castizo y tan local como es el mundo de la tauromaquia? La respuesta ya se ha visto, aquí ha sido lo más, pero fuera de nuestras fronteras ha pasado casi desapercibida.
Después de este largo prologo, he de decir que la fuerza de las imágenes junto con el poder de la música atrapa, la historia localmente convence, Sofía Oria te enternece y Macarena García te enamora, el largometraje en conjunto consigue mantenerte atento a la pantalla, no faltan momentos de los que les gustaban a Berlanga como el reportaje fotográfico con el torero difunto. Aplaudo el valor de atreverse a hacer una película en blanco y negro con la dificultad que ello conlleva y la labor de los intérpretes al realizar un largometraje mudo en donde todo lo tienen que expresar a través de sus gestos. La esencia del cine.