Película Casa de tolerancia

LA MISTERIOSA ELEGANCIA DEL BURDEL
Como un páramo en mitad del desierto aparece esta Casa de tolerancia, la más reciente realización de Bertrand Bonello. No es fácil abordar el tema de la prostitución -hoy día prácticamente un tabú en la sociedad, que acarrea no pocos problemas a las autoridades-, y por ello el director francés se remonta más de un siglo atrás, concretamente en el interludio que va del XIX al XX, para contarnos cómo era entonces este “oficio”, mostrándonoslo en toda su pureza, sin ambages innecesarios, desnudándolo (valga la redundancia) sin ninguna clase de complejo a través del discurrir de la vida y las relaciones de las inquilinas de la casa de tolerancia que da vida al título; un elegante eufemismo de la casa de putas en la que habitan.

Y es que si algo caracteriza a esta inquietante película es precisamente la elegancia. La que muestra Bonello en cada plano que filma, consiguiendo que el misterio brote de la cotidianidad; que la inquietud aflore entre cuatro paredes justo antes de que ésta se transforme en horror inesperado; que el cuerpo humano se vea recorrido en cada palmo como si de un objeto fetiche se tratara, por más que en su interior se encuentre un alma al que en ocasiones nos es difícil llegar a aprehender. Un auténtico recital del roce y la seducción -el que se produce entre las mujeres y los amantes que llegan, charlan, observan, aman y se marchan, prestando equivalente importancia a casa uno de los pasos- fielmente transmitido hacia el espectador, quien se ve claramente seducido, por no decir obnubilado, ante semejante despliegue de coqueteo y refinamiento visual.

Mujeres y opio

No se trata aquí de juzgar una actitud frente a la vida, ni siquiera de comprender un comportamiento, una opinión, y así moralizar conforme a ello; se ocupa de mostrar, en todo su esplendor, y a la vez decadencia, las relaciones humanas, para lo bueno y para lo malo, para el goce pero también para el sufrimiento, como no podía ser de otro modo. Baste situar el foco de la cámara en una estancia cerrada -decorada con sumo cuidado y exquisita tonalidad de fondo- y que los personajes, primero féminas (auténticas protagonistas de la función) y después machos, vestidos todos con sus mejores galas, vayan situándose en los puntos justos del encuadre, así como establecer un objeto de excusa que finalmente tornará figura principal del movimiento -como pudiera ser un bol relleno de champán, que se pasarán entre ellos para celebrar lo álgido del instante,- para que el recorrido de la imagen se ajuste a cada recodo, a cada pliegue entre los diferentes y numerosos elementos presentes en el plano, conformando de esta manera un luminoso e imposible vals cinematográfico.

Una pericia técnica que envuelve el devenir de un relato por otra parte extraño, cuyo hipnotismo e inevitable magnetismo provienen directamente del componente anormal que sobrevuela el recorrido de la narración, manchándolo directamente en breves pero inspirados pasajes de arrebato, de la apremiante locura que afecta a algunos de sus personajes, si es que tal condición no atañe a todos y cada uno de los mismos. Diríase que, por momentos y sin que exista una elipsis rupturista y por lo tanto explicativa de por medio, pasamos de estar viendo un film de época perfectamente ambientado y sosegado, a una película de terror cuasi explícito, asfixiante y misteriosa, con el nexo de unión que implica el sexo; siempre en vigor de la sutileza, de una fina pero también desasosegante delicadeza. Algo así como si el Kubrick de Eyes Wide Shut encontrase al Lynch de Mulholland Drive, entrometiéndose de por medio un viaje hacia el surrealismo habitual de Buñuel, concretizado aquí en El ángel exterminador.

Máscaras que ocultan la pérdida

L’Apollonide logra transmitir una serie de sensaciones poco corrientes en la pantalla actual, mezcla de placer visual y tormento contemplativo. Con su paciencia, es capaz de reflejar a unos personajes que traspasan la pantalla y nos alcanzan, como si fueran personas actuando en la vida real, en un escenario paralelo, tan lejos… tan cerca; con el impulso estético que brinda su exquisito estilismo, eleva a esos personajes por encima de todo lo demás, realzando la autenticidad de su figura; y finalmente, con su parábola final, constata la idealización de los mismos, el sueño que en verdad ha supuesto su presencia, toda vez contrastados contra la fealdad contemporánea.