Película La leyenda de la ciudad sin nombre

Años después de conseguir un sonoro (nunca mejor dicho) éxito con Sonrisas y lágrimas, la Paramount decidió intentar repetir la lluvia de gloria que le trajo esa mezcla de dramón y musical con un proyecto que llevaba rondando por los despachos de los peces gordos de la compañía varios años. Éste no era otro que llevar a la gran pantalla el musical de Broadway de 1951 Paint Your Wagon, nada más y nada menos que un mordaz Western sobre la conquista minera de California que abordaba sutilmente otros temas más interesantes que la mera narración de los hechos acaecidos por aquella época (lo cual no deja de ser interesante pero ya contado con anterioridad). Con un reparto que llama la atención por su buen hacer en estas lides (Lee Marvin), se encuentra desubicado pero cumple (Eastwood confesó más tarde que lo pasó muy mal en el rodaje) o que ilumina la pantalla aunque fuera un segundo plato (Jean Seberg aporta clase en un papel destinado a Julie Andrews, por supuesto, lo cual aun así merma credibilidad al estar doblada en las partes cantadas), la película no consigue que sus más de dos horas y media de metraje no resulten demasiado largas, no quiero ni hablar si el musical no es lo suyo, en ese caso ni se acerque, pero aun así cuela un texto bastante ingenioso perlado de detalles subversivos introducidos de manera cómica que la convierten en algo más que la típica historia machista y de ceño fruncido que cabría esperar.

Una vez pasada la (gran) impresión de ver a Clint Eastwood cantando a los pocos minutos de comenzar la función, el tono épico con coros, diligencias y látigos chasqueando que anticipan un relato más al uso deja paso a una auténtica rara avis con la excusa de la historia de una ciudad (sin nombre, claro) recién fundada en la que conviven sólo hombres y no precisamente lo mejorcito de cada casa. El clima trabajador aunque de añoranza de las compañeras dejadas atrás se verá puesto patas arriba cuando un mormón aparece en la ciudad con sus dos mujeres. Una suerte de peripecias acabarán con una de las mismas “abandonada” en dicha ciudad y conviviendo con dos hombres a la vez. Sin duda un argumento que rápidamente se deshace de los convencionalismos a los que estamos acostumbrados, aparte de la mezcla de géneros en la cual cada canción subraya el sentimiento de un personaje o del conjunto del pueblo, y que va repartiendo sin prisa pero sin pausa sus apuntes para cada uno de ellos. Desde el orden moral o religioso encarnados en el cura y el extrañamente moderno matrimonio de tres patas que forman los protagonistas hasta las leyes y pequeñas idiosincrasias que regían la vida en aquel zeigeist, un batiburrillo de lo conocido hasta entonces y lo que vendría después sin demasiado sentido ni siquiera para los mismos habitantes, auténticos pioneros en todos los aspectos.

El problema principal que hace que La leyenda de la ciudad sin nombre se quede a medio camino de cualquier sitio es su imposibilidad de brillar en el terreno para el cual está concebida, el musical. Grandes localizaciones, decorados, una producción aparatosa para unos números musicales grandilocuentes pero no espectaculares y obviamente muy abundantes pero que con actores que no son cantantes en su mayoría y prácticamente nulas coreografías es un gran ejemplo de cómo dichos números pueden ralentizar en exceso el ritmo y no aportar realmente nada reseñable. De hecho de los más de 150 minutos de duración se podrían cortar esos momentos y el resultado sería mucho más satisfactorio y certero, lo cual dice mucho de lo errado del experimento. Aun así resulta una experiencia hasta cierto punto recomendable aunque sólo sea como mera curiosidad dentro del Séptimo Arte.