Película El fuera de la ley

Violencia engendra violencia. Ver a un hijo morir asesinado, indudablemente, marca tu alma. Y si ésta pertenece a un Eastwood en su faceta más inclemente, toparemos con una evolución psicológica hacia la más tempestuosa de las cóleras. Primero viene el dolor, abrazar desconsoladamente la cruz de madera clavada en la tierra, cuando aún la hierba, guardando luto, no se ha atrevido a brotar en derredor. Luego el desprecio por la propia suerte, el arrojo indecente, casi obsceno; la superioridad mística del que no teme una bala en su cuerpo, del que masca tabaco y escupe a la muerte en insolente gesto.

El fuera de la ley propone una doble vía que se difumina y entrecruza a lo largo de todo el metraje. El dramatismo más exacerbado y la más procaz e indecorosa causticidad hallan cabida en la cinta, dando lugar a una excelente amalgama de sensaciones encontradas que hacen que el metraje avance con agilidad pasmosa. Las situaciones cómicas, el surrealismo y el gag repetitivo acompañan a una narrativa sencilla, sin ningún tipo de pretensiones.

El recurso de la empatía por el asesino nos hace espectadores crueles, quirománticos de una tragedia asimilada y gustosamente consentida. Los personajes, peones en un juego de ajedrez que no hacen sino facilitar el camino hacia el ojo del huracán, proponen un costumbrista entretenimiento y un elemento con el que contextualizar temporalmente la historia.

En su característico rol bífido de protagonista y director, Clint Eastwood se dirige a sí mismo en un papel que, una vez más, eleva la egolatría a calidad de icono memorable. Un ejercicio de lucimiento personal al que, ya somos muchos, dedicamos dulces concesiones.