Película Horizontes de Grandeza

James McKay (Gregory Peck) proviene de otro mundo, el Este, donde una escaramuza se puede solucionar civilizadamente, sin violencia, apelando a la autoridad que toda sociedad elige para proteger los límites de la interrelación entre individuos. Cree fervientemente en ello, más aún tras la muerte de su padre en un estúpido duelo. Pero en las angostas tierras de su futura esposa (Carroll Baker), las cosas funcionan de una manera bien diferente. El sheriff dormita a decenas de kilometros y nadie cuenta con él para solventar sus problemas, especialmente uno que lleva engrangrenándose desde hace lustros: la explotación de una reserva de agua que enfrenta a dos familias cuyos ranchos subsisten gracias a ella. Se sitúa en un terreno neutral gestionado por Julie Maragon (Jean Simmons), maestra de escuela y variable de la ecuación a conquistar. Para ello conspiran tanto los Terrill como los Hannassey, pues la posesión de tan preciado pedazo de tierra acabaría automaticamente con el clan rival.

Ese es, a grandes rasgos, el lienzo de Horizontes de Grandeza, empleado por William Wyler para trazar sus pinceladas acerca de los temas existenciales recurrentes en el western clásico: la moralidad, el valor y la cobardía, el odio, la venganza o la justicia. Sin embargo, el director anestesia la virulencia del fondo de la historia con el propósito de facturar un producto para toda la familia. Escenas de contenido cómico o de gratuita espectacularidad -esos jinetes saltimbanquis tan de parque temático- harán acto de presencia en más de una ocasión, acotando así la épica a la que un largometraje de tal ambición aspira o debiera aspirar (Wyler dirigirá, ya mucho más afinado, Ben-Hur un año más tarde). Por tanto, debe quedar claro que esta cinta no es para aquellos que amen el feísmo y la degeneración moral extrema. Sus defensores deberán esperar la llegada del “spaghetti” o Pekinpah para obtener productos menos idealizados sobre esta época de la Historia de los Estados Unidos.

En otro guiño a la comercialidad de aquellos tiempos, Horizontes de Gandeza también plantea una historia telenovelesca por el lado romántico del argumento. Bastante artificiosa, por cierto. En ella, más que el desarrollo de todos los triángulos afectivos que se dibujan (Peck-Heston-Baker y Peck-Baker-Simmons, eminentemente), cuesta creerse la situación inicial de las piezas en el tablero. Es de agrdecer, no obstante, que la configuración de dichos triángulos y su evolución a lo largo de la trama estén sugeridas mediante miradas y silencios plenos de significado. Wyler aparca la obviedad del discurso casi siempre, aunque no se resista en ocasiones al trazo más tosco y convencional, sobre todo si ello deriva en una explosión testosterónica del calibre de un enfrentamiento a puñetazo limpio entre dos estrellas de la época como Gregory Peck y Charlton Heston.

Pero, obviamente, también hay grandes parabienes. La cinta se ubica en un momento donde el cine todavía soñaba con derrotar a la televisión y recuperar el esplendor de antaño. Y Wyler, siempre ostentoso, firma un trabajo técnicamente extraordinario. La inolvidable partitura de Jerome Moross ejerce de señorial acompañante de las imágenes. La fotografía de Franz Planer -como la banda sonora, nominada al Oscar de aquel año- se recrea en los exteriores con un surtido inagotable de encuadres y localizaciones que culminan en el magnético Cañón Blanco, emplazamiento en el que los dos viejos vaqueros dirimirán finalmente sus diferencias. Un colofón anunciado desde la memorable presentación del patriarca de los Hannasseys (Burl Ives, tercera y última nominación del largometraje y, esta vez sí, ganador de la estatuilla). En mitad de la fiesta de benvenida del futuro marido suena la música. En silencio irrumpe en el baile, serio, armado con su rifle. Cada comensal, al percibir su presencia detiene al instante el paso. El último, como no, el objeto de su visita. 30 años a la sombra del ricachón alimentan la frustración y, ésta, el odio visceral. Es el mejor momento de toda película. Siempre que Ives está en pantalla, el espectador se da cuenta de lo que la película pudo ser y no fue.