Película La Ciénaga

El nacimiento de La Ciénaga es paradigmático de la importancia de los festivales internacionales para la superviviencia del cine de autor. Lucrecia Martel ya anticipaba un singular sentido cinematográfico en Rey Muerto, su fragmento para la colección de cortometrajes Historias Breves, collage realizado en 1995 por un puñado de nuevos directores argentinos. Años más tarde, su primer guión de largometraje obtuvo en Sundance un premio que permitió financiar la producción del film. Una vez terminado, éste se presentó en la Berlinale y fue galardonado con el premio Alfred Bauer a la mejor ópera prima del festival, hecho que provocó una sólida distribución en su país de origen, así como la seguridad de su estreno internacional. Todo un camino de excelencia que hace justicia a una obra rebosante de talento visual y audacia narrativa.

La provincia de Salta se encuentra en el extremo noroeste de Argentina, limitando con Bolivia. Allí colisionan ambas poblaciones y allí se emplaza La Ciénaga, nombre de la película, de la ciudad más cercana al chalet donde pasa el verano la familia burguesa que la protagoniza, y también símbolo de las pretensiones semánticas de su directora y guionista. Sutil e inquisitiva, Martel explora con asombrosa profundidad la realidad cotidiana de dicha familia. Desentraña, sin enjuiciamiento alguno, su decadente viaje a ninguna parte. En claro paralelismo con la crisis de la sociedad argentina de la época, el minúsculo círculo de personajes objeto de estudio aquí es incapaz de resolver absolutamente nada en medio de su propia contaminación.

Con espléndido uso del sonido y gran sentido de la ambientación, la cineasta argentina filma sin ataduras un guion pretendidamente desestructurado, que elimina cualquier tipo de protagonismo y derrumba todo referente temporal, acentuando así la desorientación de todos los personajes de la historia. Temas como el incesto y la homosexualidad se sugieren en el seno de una atmósfera perturbadora, extremadamente sexual a pesar del pudor del que la cinta hace gala. El racismo también hace constante acto de presencia en la relación entre la matriarca y sus sirvientas, todas indígenas.

Pero Martel no hace prisioneros ni dentro ni fuera de la pantalla. El espectador será exigido, y mucho, por la irrenunciable elección del matiz como elemento descriptivo que la directora se autoimpone en un escenario de soterrada hostilidad, siempre extrañamente amenazante y lleno de sospechas. La obviedad está vetada, de modo que pongan toda su atención o saldrán despedidos por la poderosa fuerza centrífuga de tan difícil largometraje.

El devastador final de esta crónica del desamparo, anticipado veladamente en varias secuencias del metraje, deja a todos sus personajes sin lugar para la huida, enfangados en su propia miseria psicológica. Ni siquiera la muerte es capaz de trastocar lo más mínimo tan malsano ecosistema. Su última línea es demoledora “¿a dónde fuiste? Fui donde se aparece la Virgen. No vi nada”.