Película La guerra de los botones

Tras firmar la efectiva Los chicos el coro (2004) y la interesante aunque dispersa París, París (2008), la nueva obra de Christophe Barratier parece confirmar su inclinación hacia las historias amables ambientadas en la Francia de mitad del siglo pasado. En esta ocasión el realizador francés adapta un loable clásico literario infantil, el cual ya ha tenido un notable recorrido en el cine, sin embargo la fórmula no termina de cuajar bajo su desganada y pobre dirección, entregando un producto mediocre que se ve con media sonrisa, pero que se intuye fácilmente olvidable.

La decisión de situar la acción en los años de ocupación nazi es una de las variantes que Barratier introduce en esta metáfora de la guerra protagonizada por los niños de dos pueblos rivales. Con esta discutible determinación, la consecuencia directa es el incremento de peso en sus nada creíbles personajes adultos, los cuales necesariamente ganan presencia en el conflicto al tiempo que la exaltación de la resistencia gala se le va de las manos. Y es que lo que debería funcionar como iniciación a la vida, a los primeros amores y como entendimiento del complejo mundo adulto -en definitiva dejando que la historia fluya entre la chavalería-, aquí acaba difuminado dentro una trasnochada idealización de la lucha del pueblo francés contra el invasor; tragicómica función a la que, por cierto, cuesta cogerle el tono. No quiero decir con ello que esta utópica visión de sus antepasados no logre conmover por momentos, pero hay que señalar que muchas de estas emociones están arrancadas forzando la maquinaria enfática (brillos y música) más de lo aconsejable si se pretende ser tomado medianamente en serio.

Si a los mencionados peros argumentales y algunos burdos recursos artísticos les sumamos una ambientación tan sólo pasable, una acción mejorable y un casting infantil flojo en general, nos queda una cinta definitivamente sosa en la que no nos queda ni el consuelo de poder disfrutar de la frescura de algún renacuajo realmente gracioso, o con un mínimo de carisma en pantalla, algo que parecía casi imposible que no sucediera de manera natural entre tanto chavalín convocado. Qué se le va a hacer…; cuando no se está inspirado no hay forma, y esta vez Barratier no lo ha estado ni para eso. Otra vez será.