Película Carros de Fuego

El Movimiento Olímpico es, sin lugar a dudas, uno de los mayores patrimonios de la Humanidad. Su poder es colosal ensalzando algunos de los más loables valores del hombre, fomentando la fraternidad, predicando la paz en el mundo y desarrollándose siempre bajo la más sana competitividad. Su influjo engrandece el espíritu de los participantes, así como el de los de millones de seguidores que vibramos con los Juegos desde hace tantos y tantos años. Para todos los que apreciamos las virtudes del deporte, y del Olimpismo en particular, películas como ésta son un regalo que transmite muchos de los sentimientos que el Baron Pierre de Coubertin, impulsor de los Juegos de la Era Moderna, hubiese estado encantado de difundir a través de un medio tan potente como el cine, para mayor universalidad si cabe de su magnífico legado.

Ambientada en la Olimpiada de París 1924, y en los años previos a ésta, Carros de Fuego es una de las más notables películas deportivas de todos los tiempos. Su inspirador desarrollo muestra la lucha de dos jóvenes británicos, Harold Abrahams (Ben Cross) y Eric Liddell (Ian Charleston), por alcanzar la gloria atlética, viéndose movidos por distintos motivos que les impulsarán a esforzarse para ser grandes campeones. Judío buscando el respeto pleno de la comunidad británica el primero, pastor católico que siente como un deber y un don divino el correr a gran velocidad el segundo, ambos se rigen por sus principios inquebrantables, dando en todo momento una imagen de integridad absoluta y de espíritu competitivo impoluto, resultando hombres de honor dignos de sus extraordinarias cualidades físicas. Lealtad, valor, sacrificio y compromiso son algunas de las muchas virtudes que se aúnan en los dos protagonistas de una película tan limpia como ellos mismos.

Especialmente destacada en la memoria de todos queda la brillante sintonía de Vangelis que acompaña al grupo de jóvenes atletas corriendo descalzos hacia la inmortalidad cinematográfica. Esta secuencia en la playa, que da inicio al film, es ya mito de la historia del cine, convirtiéndose dicha melodía electrónica en sinónimo de pureza y grandeza deportiva, siendo además reconocida con el Oscar a la Mejor Banda Sonora. Tres estatuillas más, incluida la de Mejor Película, engalanarían este film dirigido de manera impecable por Hugh Hudson, destacando su buen hacer en lo referente a la maravillosa recreación de la época y de aquellos Juegos Olímpicos celebrados en la capital francesa.

Su guión, basado en la biografía de ambos atletas, respeta básicamente la esencia de las vivencias reales de los personajes, aunque bien es cierto que es algo inexacto en algunos pasajes en pos del buen funcionamiento del relato como película. Además de su continua exaltación de los valores olímpicos, se muestran con sutileza algunas de las circunstancias que rodean a los protagonistas, como los prejuicios antisemitas, la hipocresía de la alta sociedad británica, las presiones que soportan los competidores, así como es tratado con firmeza el inicio del inevitable profesionalismo, hoy en día reconocido con normalidad, pero antaño repudiado por un Comité Olímpico que originariamente promovía el utópico carácter puramente amateur entre los participantes. Este último aspecto polémico queda perfectamente reflejado en algunas críticas que Abrahams desoye al contratar a un entrenador profesional, Sam Mussabini (magistralmente interpretado por Ian Holm) con el objetivo de ayudarle a dar el salto cualitativo necesario para ser campeón.

Magnífico y absorbente largometraje, definitivamente imprescindible tanto por su calidad cinematográfica como por su beneficiosa influencia, les garantizo que tras su disfrute sólo podemos generar vibraciones positivas, que ya es decir para cualquier muestra artística. En conclusión, una medalla de oro muy merecida.