Película La lista de Schindler

Cuando Oskar Schindler asevera «la guerra siempre saca lo peor de nosotros» aún no sabe que él mismo se sorprenderá como el mejor ejemplo de todo lo contrario. Hasta entonces esta moralizante película no había escatimado en secuencias ni subrayados para exponer la podrida personalidad de éste; un vividor y oportunista empresario nazi decidido a aprovechar el trágico momento para hacer negocio con mano de obra barata. El ghetto judío de Cracovia durante la II Guerra Mundial será el escenario perfecto para desarrollar sus actividades industriales. Los allí confinados apenas tienen más opción que la de aceptar sus condiciones. Sin embargo, con el recrudecimiento del conflicto y la llegada de la «Solución final» -el exterminio judío-, formar parte de su plantilla se transforma en mucho más que una salida laboral: es la única posibilidad de supervivencia. Será ése el instante en el que la humanidad de Schindler aflora hasta asumir que salvará las vidas de cuantos obreros pueda contratar. Para ello habrá de comprarlos literalmente al oficial nazi al mando del ghetto, un escalofriante psicópata incapaz de comprender el porqué de tan ruinoso negocio en manos de un hombre inteligente. Pero a estas alturas a Schindler nada le importan sus cuentas. Tras horrorizarse con la verdadera cara de la guerra, este hábil negociante ha descubierto que el precio de cada vida es infinitamente más elevado que el acordado con las SS. Y es que, si uno se para a pensar, duele imaginar lo muchísimo que se esfuma con cada fallecimiento anónimo. Tanto, que ni tras alejar de Auschwitz a 1.100 personas éste será capaz de huir del tormento de no haber podido rescatar algunas más con todo el dinero malgastado durante una vida de moral distraída.

Con esta extraordinaria y necesaria cinta Steven Spielberg logra lo improbable: doctorarse artística y éticamente como mucho más que un magnífico director de entretenimiento; y lo hizo mientras reventaba la taquilla de nuevo, cosechando así el éxito entre la crítica, la industria y los espectadores. En este caso todos quedamos satisfechos. Su simple rúbrica reclamó la asistencia masiva de un público convencido por una gran película que serviría como recordatorio de una pesadilla vergonzosa. Porque conformar a todos no resulta nada sencillo, la magistral obra de Steven Spielberg debe ser rememorada como uno de los mayores logros cinematográficos de todos los tiempos. Y lo sería no sólo gracias a saber relatar de manera absorbente y deslumbrante una historia enorme de por sí, sino también en virtud de un trabajo técnico portentoso que engalana su impactante desarrollo con unas fotografía, dirección artística y realización realmente espectaculares.

En la memoria quedan algunas de las secuencias más impactantes del cine del siglo pasado. Con cada una de ellas Spielberg hace gala de una planificación espléndida a todos los niveles. Desde sus primeros instantes nada sobra y todo guarda su sentido a la hora de retratar y narrar tan terrible pasaje histórico. En este empeño la cinta nos regala varios personajes inolvidables; distintos humanos entre quienes se tejen relaciones fascinantes. Fundamentalmente tres hombres marcan la obra: el astuto Schindler, el héroe de este episodio basado en hechos reales, al cual Liam Neesom presta su mejor interpretación de largo; su prudente contable Itzhak Stern, quien encarnado por el fenomenal Ben Kingsley ejerce de sutil conciencia del empresario; y el gran monstruo, y a la vez sádico reclamo de la función, Amon Goeth, comandante de las SS fabulosamente construido por el talentoso Ralph Fiennes. Sobre este último gira justamente la infamia, según podemos extraer de los archivos históricos, resultando una de las figuras más atroces de la contienda armada.

En consecuencia a la espeluznante aparición de Goeth, la violencia y la brutalidad inundan la pantalla. En lo referente a ellas el director estadounidense no ahorra medios ni metraje, como no debía ser de otra forma cuando se trata de presentar el holocausto judio. La exposición es extremadamente dura de inicio a fin, pero el punto culminante, la cima de la ignominia -y en mi opinión uno de los grandes momentos cinematográficos de siempre-, se halla en aquella pila de cadáveres ardiendo sobre la que dispara un desencajado soldado alemán, reflejando con nervio la apabullante locura que es la guerra. Ante la dantesca situación y una lluvia de cenizas, un indignante y pueril Goeth se comporta con la desgana de quien cumple un tedioso horario de trabajo. Por el contrario, el alma de Schindler queda triturada al contemplar el cuerpo descompuesto de la niña del abrigo rojo mostrada minutos antes como único elemento en color de toda la función, punto de inflexión para nuestro protagonista y metáfora de un escándalo evidente que tardó demasiado tiempo en ser advertido. Todo dicho. Estremecedor recurso y guinda artística de un film sublime. Puro cine, sin decaer durante sus más de tres horas de duración y apartándose de artificios y sentimentalismos baratos, aquí completamente innecesarios para conmocionarnos. Y es que todos sabemos a ciencia cierta que la realidad fue incluso más infernal. Al fin y al cabo muchos fueron los espectadores que vivieron este drama en sus propias carnes. Demasiado reciente. ¿Cómo no acongojarse?