Película La Hora del Lobo

«La Hora del Lobo es la hora de la noche en que muere más gente y nacen más niños. A esa hora, si estás dormido tienes pesadillas, si estás despierto sientes miedo».

Johan Borg es un insigne pintor que, junto a su embarazada esposa Alma, llega a una pequeña isla en busca de la tranquilidad necesaria para que él se reencuentre con la inspiración. En la isla conocerán a los von Merkens, singulares admiradores de la obra de Johan. Mientras, extraños pensamientos y sensaciones aterradoras se apoderan de éste, que va plasmando sus demonios personales en su diario y cuadernos de dibujo.

Liv Ullmann pensando en el significado del film.

Esta extraña película de difícil interpretación es, en realidad, un extremadamente personal retrato de un artista en crisis creativa. En el argumento, cargado de simbolismo, vemos como el pintor se ve atrapado entre dos mujeres que llevan consigo lo más preciado para su persona: Alma, su mujer, representa la familia y es portadora de su hijo y Veronica Vogler, una antigua amante, encarna las tentadoras musas, cargadas de inspiración. En medio, caerá en su particular infierno en el que sus fantasías parecen cobrar vida.

Esta cinta, que se podría denominar como auténtico terror existencial, está fotografiada en un fantástico blanco y negro de duro contraste, que refuerza las excelentes interpretaciones de Max von Sydow y Liv Ullmann, cuyos ojos parecen hablar por momentos. En el film encontraremos sublimes momentos surrealistas como la memorable lucha con el sugerente chico que tienta a Johan en los acantilados, o cautivadoras secuencias como la cena en el castillo de los von Merkens.

Otro de los aspectos destacables y definitorios del largometraje es el uso de la cámara fija, el primerísimo plano y el encuadre inmóvil como recurso estético y narrativo, siendo así la voz quien narra la historia en lugar de la acción de los personajes. Técnicamente apuesta por el contraste en el balance de blancos en exteriores, dando un aspecto luminosamente fantasmagórico o de ensoñación a las localizaciones. Desde el punto de vista narrativo, Bergman nos aclara con su prólogo que todo lo que veremos es una ficción, así, podemos escuchar durante los títulos de crédito al equipo técnico preparar una secuencia y al propio director ordenar «silencio, se rueda, acción…», recurso que volverá a utilizar en mitad del film, intercalando entre escenas el título de la obra (Vargtimmen), indicándonos en que punto comienza la verdadera pesadilla.

‘He dicho que pago yo, hombre! Ya está bien, leñe!’

Bergman consigue aquí adentrarnos en la mente del perturbado pintor, haciéndonos caer en la espiral del creador sin ideas que desemboca directamente en la locura. A fin de retratar la enfermiza psique nos zambulle en el surrealismo freudiano donde los demonios parecen reales. Pero el precio que paga el cineasta sueco por moverse en esos terrenos es muy alto: el espectador pierde el sentido del equilibrio y no acierta a situarse frente al film. Plasmar tan personales ideas en el film conlleva el riesgo de la incomprensión, máxime si se aborda desde una estructura narrativa atípica, que hace que el visionado suponga un reto para los incondicionales de Bergman y una indigestión de setas para el resto.

Pero, ¿acaso no era esa la intención primigenia del realizador? ¿Qué mejor manera de aterrorizar al espectador que hacernos sentir parecidas sensaciones a las experimentadas por los protagonistas? El reflejo de la locura como idea principal queda sutilmente realzada por el personaje de Liv Ullmann: «En los matrimonios, de pasar la vida juntos, los cónyuges acaban pareciéndose en la vejez: tienen las mismas ideas y sus gestos en la cara son iguales». Tal vez -confío-, eso también pase con el cine de Bergman, pues su visionado nos implica en su mente y, a fuerza de ver sus films, quizá un día consigamos parecernos, al menos en algo, al genio escandinavo.