Película Muerte entre las flores

Permitidme que empiece esta reseña con una pequeña reivindicación frívola. Se suelen criticar las traducciones de los títulos de películas por ridículas (Supersalidos – Greg Mottola, 2007), desvelar parte del argumento (La semilla del diablo – Roman Polanski, 1968), por ser dignas del más retorcido culebrón de sobremesa (Pozos de ambición – Paul Thomas Anderson, 2007) o, como viendo siendo muy habitual últimamente, por directamente dejar de traducir el título. En este caso es justo reconocer que el título español, Muerte entre las flores, resulta mucho más poético, sugerente y atractivo que el soso Miller’s Crossing original, acercándose a las mejores traducciones del Hollywood clásico como Con la muerte en los talones (Alfred Hitchcock, 1959) o Lo que el viento se llevó (Victor Fleming, 1939), por ejemplo.

Pero el título no es lo único de Muerte entre las flores que remite al cine clásico. Ya desde el inicio los hermanos Coen muestran los ases que utilizarán durante toda la partida. Los primeros fotogramas remiten claramente a El padrino (Francis Ford Coppola, 1972). Un (supuesto) pobre hombre pide ayuda al todopoderoso jefe de la mafia local pidiendo justicia ante una reciente afrenta. Sin embargo, no pasan más de 10 segundos cuando nos damos cuenta de que no se trata de una copia u homenaje del original sino de una adaptación perversa, como puesta patas arriba. Donde estaban los conceptos de lealtad y honor ahora aparecen el choriceo y el egoísmo, como si se viera al Padrino de Marlon Brando a través de un espejo deformante que lo aleja de la mitomanía cinéfila, asemejándolo más bien a un Juan Antonio Roca.

Esa misma escena también supone un ejemplo de presentación de personajes. Tom (Gabriel Byrne) no habla hasta pasados varios minutos y, cuando lo hace, apenas pronuncia más de cuatro palabras pero no deja lugar a ninguna duda de que ese personaje hará merecer la pena el dinero y tiempo empleado en ver la película. A partir de ahí, el espectador se encuentra atrapado por el magnetismo de este grandísimo canalla.

Se podría decir que este tercer trabajo de los Coen pertenece al cine negro. Está ambientado en los años de la Ley Seca, los gánsteres campan a sus anchas, hay mucho humo de cigarrillo y una mujer fatal que lleva por el camino de la amargura al protagonista (¿o es más bien al revés?). Pero no nos engañemos, Muerte entre las flores está más cerca de El precio del poder (Brian De Palma, 1983) que de Al rojo vivo (Raoul Walsh, 1949). Hasta ese mago de las referencias llamado Quentin Tarantino no se pudo resistir, sólo dos años más tarde, a convertir el almacén donde transcurre gran parte de su Reservoir Dogs (1992) en un clon del escenario donde Tom recibe una paliza de lo más pintoresca, a medio camino entre la parodia y la brutalidad.