Película Sunshine

El prodigioso baile de los cuerpos en el espacio sirvió a Stanley Kubrick para dejar una secuencia inolvidable en 2001: Una Odisea del Espacio. Los astronautas de la nave Ícaro se asombran ante el paso de Mercurio cerca de su cubierta, tan solo a unos cuantos miles de kilómetros, en su eterno recorrido alrededor del Sol. No será ésta la única vez que Boyle visite la odiesea ‘kubrickiana’ durante Sunshine, su más que correcta incursión en el Sci-Fi. La cinta tiene muchos mimbres para la trascendencia. Sin embargo, desbarra inesperadamente en su desenlace.

La estrella que insufló el cálido aliento vital a la Tierra se apaga. Y con ella el Hombre. La misión del Ícaro es evitar dicho sino. Tras un inmenso escudo protector que salvaguarda la cera de sus alas, la nave porta un Big Bang en miniatura que, inoculado en el mismo núcleo de la estrella, pretende rejuvenecer al viejo astro rey.

Mientras la incontestable belleza de las imágenes hipnotiza al espectador, uno perdona incluso las evidentes deficiencias científicas del argumento. Apoyada en su impecable factura y en la excelsa banda sonora compuesta por John Murphy, evocadora y etérea a partes iguales, la cinta juega con estilo la baza filosófica tras su primer volantazo brusco, un error humano que digerimos para que la trama se emplace en el territorio de la introspección. La misión descarrila y los tripulantes se dan de bruces con la fatalidad. El mismo Sol, tantas veces deidad, envuelve de misticismo las decisiones vitales de los protagonistas.

Pero resulta imposible pasar por alto que Boyle no se atreva a llevar al extremo sus propios planteamientos. Llegado el momento, incapaz de saltar al vacío, se cobija bajo la épica de Alien y, poco a poco, se mete en un callejón sin salida que impone un final hipertrófico y artificioso cuando la cinta pedía a gritos continuar su viaje tras la estela de Solaris. Es una verdadera lástima que la decepción sea la útlima sensación que deje una cinta por momentos tan brillante.