Película Cobra

Dentro de la novela policíaca y las múltiples variantes albergadas en ella, la del antihéroe situado en la tangente del departamento es una de las más atractivas para el cine. Testimonio de ello dan aquellos detectives privados directamente al margen del cuerpo, a los que, en un ejercicio sintético, podríamos poner el rostro de Bogart; o ese Dirty Harry de Clint Eastwood, ya integrado en la comisaría pero cuyos métodos le sitúan en la cuerda floja de la retirada de placa y pistola. En todos ellos, incluidos sus ramales cómicos y ciertos representantes del Polar, se plasmaba la fascinación por el hidalgo de dudosos modales e intachables, aunque peculiares, valores. Herederos del western. Tipos duros, durísimos, con un extraño sentido de la ley.

Siguiendo la tradición de esta estirpe, y huyendo de la propuesta de rodar Superdetective en Hollywood (que desechó por blanda), Stallone firmó el guión de Cobra, un largometraje donde condecorar a todos sus ídolos del policíaco; una oportunidad para encarnar su particular Harry. El musculoso actor buscó con ello dar su versión de otro de sus géneros fetiches, como ya hiciera con Rocky, cuyo guión escrito por el propio Sly resultó nominado al Oscar; o en Rambo, en el que se encargó del libreto desde la acertadísima Acorralado. En esta ocasión no alcanzó franquicia, pero sí grabar a fuego al personaje de un film que fue homenaje en su momento y mil veces homenajeado hoy, pues la carga icónica de las gafas de sol, chupa de cuero y guantes negros de Marion Cobretti ha traspasado la calidad intrínseca del film.

En Cobra, el brazo fuerte de la ley, esquivando el completo vacío argumental, se establece una crítica a la sociedad del bienestar, quien genera, como subproductos de difícil reciclaje, tasas de criminalidad tremendas y psicópatas de todo pelaje. Gente contra la que las lagunas legales y la política de puertas giratorias establecida en los juzgados no parecen suficiente para contentar al teniente Cobretti, un policía decididamente dispuesto a erradicar el crimen: una enfermedad de la que se autoproclama cura. Agente, juez y verdugo, tres en uno.

El subrayado del mensaje, a años luz de la sutileza, es de trazo grueso, casi de Edding 3000. La finura, como sabemos, no es el fuerte de Stallone y si, para dejar clara su postura, se hacen necesarios unos créditos con estadísticas o un speech del villano narrando su maquiavélica condición, pues se incluye en el metraje y punto. Así es Sly y así es su Cobra.

Pero tan cierto como este pero, lo es el magnífico acabado de ciertas secuencias de acción, con mención especial para las míticas persecuciones entre enormes coches de fabricación estadounidense. Un punto a su favor que, junto al convencimiento de Stallone -y por extensión del propio film- con lo que hace, le otorga empaque a un proyecto que sin llegar a ser notable, goza de un encanto que le catapultó al top de popularidad entre las cintas policíacas de una década, los ochenta, pródiga en mitos contemporáneos. Cobra, tras sus gafas de sol, sencillamente es uno de ellos.