Película An american crime

Parece que la joven actriz Ellen Page se haya especializado en la realización de papeles extremos: niña peligrosamente inteligente y malvada en Hard Candy, adolescente precozmente embarazada y luchadora donde las haya en Juno, y ahora, en su última película estrenada en nuestro país, sufridora y maltratada niña inocente en esta An american crime. Su capacidad actoral está fuera de toda duda, sabiendo siempre adaptarse a las exigencias del guión y dando vida, a su manera carismática y vivaz, a los personajes que se le encargan, especialmente difíciles en los últimos tiempos como comento; sin duda su carrera es prometedora. Sin embargo existe un problema: todo el peso dramático que en ella recae corre el riesgo de caer en saco roto si detrás no existe una historia digna, además de un sustento competente, una dirección en definitiva, que caiga a la altura de la chica y de sus capacidades para modelarse a un papel. Y en la película que nos ocupa su gran esfuerzo es más inútil que nunca.

Porque An american crime es una película dura, muy dura por momentos, que hace sufrir al espectador y lo maltrata de la misma manera que es maltratado el personaje que aquélla interpreta (Sylvia): gratuita y sádicamente, de forma reincidente y cruel, sin una explicación justificada ante la que el espectador pueda desahogar su creciente malestar. Ella y su hermana, al comienzo de la película, montan despreocupadamente sobre los caballos de un tiovivo en una atracción del circo ambulante del que sus padres son participantes. Es uno de los pocos momentos de evasión y pura felicidad de la niña, y de hecho al final se nos demostrará como su único motivo de ilusión: el aferramiento a un mundo lo más próximo a la magia de la que continuamente carece en esa -se intuye- rutinaria existencia en permanente movimiento. Pero lo anterior es algo absolutamente irrelevante y apenas apuntado teniendo en cuenta los verdaderos motivos del director: la mostración del dolor en su vertiente más molesta, la de la más absoluta dejadez.

Exactamente la misma inoperancia y falta de responsabilidad presente en el carácter de unos padres que osan dejar a sus hijas en manos de una desconocida (Catherine Keener), madre de toda una chiquillería, ostenta el director cuando, sin ton ni son, procede a golpearnos psicológicamente en el momento en que ésta hace gala de sus ocultas dotes de estricta rigurosidad y decide emprender toda una campaña de maltratos injustificados e ilegales a la mencionada mártir.

Resulta como mínimo enojoso que con la excusa del cansancio debido al “cuidado” de todos sus hijos y a la falta de medios para ello, se proceda a descargar toda una campaña de odio y humillación hacia alguien (ni siquiera el motivo inicial de los maltratos, la mentira a causa de los celos que su hija mayor siente hacia Sylvia, hace mella, ya que a la postre se revela sólo una excusa más de otras tantas). No existe ningún tipo de desarrollo en su personaje, Gertrude, que le sirva de comprensión e incluso justificación al espectador, no hay por tanto lugar a la empatía; apenas hay matices en la puesta en escena, más orientada al camino del enseñamiento, no ya explícito, sino repetitivo y por ende cansino, pero sobre todo cada vez más cabreante; el resto de personajes, algunos de los cuales cambian de comportamiento ético como quien cambia de calzoncillos, son tan planos como sus actuaciones, y sólo Page y Keener, maestras a distinta edad en lo suyo, sostienen el escaso interés que posee la trama a medida que ésta avanza.

Para terminar, la evidencia: el hecho de que la mayor parte de la historia, la que narra los terribles hechos, se nos muestre en forma de “flashback”, intercalando sólo de manera muy breve y en contadas ocasiones el juicio actual a los culpables (y al final dejando bien claro que lo son, faltaría más), no hace más que indicar la falsa moralidad, la moralina sobra decir, que sobrevuela esta indecencia.