Película El Rey del Juego

En el juego, como en la vida, las prioridades más estandarizadas no siempre mandan. Es lógico pensar que, tratándose de cartas, sean los verdes billetes el mejor complemento y objetivo único sobre un tapete del mismo color. Sin embargo, y en determinadas esferas del envite, el dinero en el Poker suele mutar en simple herramienta y no en premio. Ganar, ser el mejor, hacerlo sin trampas y derrumbar honorablemente las mentes más fuertes se convierte en la verdadera meta. Así, para tantos jugadores del circuito, ya sobrados para vivir profesionalmente entre desafíos mediocres, el orgullo es lo que cuenta al afrontar grandes retos. Mesas de nivel donde el duelo psicológico, el temple y la observación alcanzan cotas de tensión colosales. El verdadero atractivo y culmen del juego de naipes por antonomasia. Una noble contienda, sin apenas lugar para la suerte, donde sólo puede haber un Rey con hielo en las venas.

Basada en la novela de Richard Jessup, El Rey del Juego presenta de manera impecable la eterna lucha por la supremacía. Pocos, por no decir ninguno, son los subcampeones que en cualquier disciplina aceptan de buen grado su condición secundaria. Efectivamente, estos gozan de lógico reconocimiento, no obstante, la sensación de fracaso inunda sus corazones. Un amargo sabor que Kid (Steve McQueen), un crack surgido de los bajos fondos de la colorida New Orleans, no está dispuesto a probar. Así, de manera notable, Norman Jewison firma una película inevitablemente encauzada hacia al duelo entre campeón y aspirante. El viejo zorro, el Rey (Edward G. Robinson), cansado pero curtido en mil batallas, contra el joven impaciente por ocupar el trono ante la presión popular, siempre ávida de cambios de poder, pero sobre todo ante su feroz auto-exigencia. Una circunstancia capaz de arrastrarle a los peligrosos senderos de la precipitación, pecado mortal para cualquier apostador desde los lejanos y tradicionales orígenes del juego hasta las más modernas webs de Poker.

Filmada con vigor y cuidando especialmente la construcción narrativa, Jewison conduce hábilmente su turbia historia hasta la mano final. Así, llegado el momento decisivo, todo cuanto hemos presenciado se dará cita en la mente de ambos jugadores, humanos al fin y al cabo, e inevitablemente afectados de alguna u otra manera por un entorno siempre influyente. La última carta, rodeada de mil circunstancias, determinará la concentración, madurez o decrepitud de los contrincantes. Mujeres, salud, temores, amigos y, sobre todo, los amaños sobran en esta mesa. El suspense, perfectamente rodado, agranda la película en cada segundo de tensión. Sus entonados intérpretes lucen y cada uno de los brotes argumentales de la obra fructifican ante el inminente desenlace.

Definitivamente, y tras varios titubeos, el acabado es redondo y, pese a encontrar ciertas similitudes con la magistral El Buscavidas (Robert Rossen, 1961), la propuesta es digna y se convierte en todo un clásico de un subgénero, el del Póker, tan atractivo para el cine como difícil de concretar por su intrínseco carácter de desgaste, puro maratoniano, necesariamente rematado en un instante mágico que valida el tedio anterior. Un hecho que, aceptado en cualquier mesa, sería imperdonable en pantalla. Por suerte, Norman Jewison, cual experimentado tahúr, juega sus cartas con habilidad para ganar la partida al temible y siempre garrafal aburrimiento. Loable logro por su parte; hecho fenomenal para todos. Así pues, ágil, interesante y reflexiva, un trío de argumentos para disfrutar de esta notable cinta.