Película Kill Bill: Volumen 2

La continuación de la historia, su necesario equilibrio, su final. Kill Bill Vol. 2 prosigue allí donde este sangriento relato de venganza quedaba suspendido, mediado como la retahíla de cadáveres que a su paso dejaba “la novia” protagonista, ejecutora de un meticuloso ejercicio de exterminio de antiguos compañeros de crímenes, ahora reconvertidos en odiados enemigos a tachar de una lista encabezada por el misterioso jefazo, Bill.

La novia, entrenando con Pai Mei

Pero ahora la cosa da un potente giro. Y es que, comenzando por la figura misma de Bill (cuyo famoso rostro, el de David Carradine, nos es escamoteado durante todo el primer volumen ), y siguiendo por una Beatrix Kiddo en cuya personalidad y situación anterior empezamos a ahondar desde los primeros instantes de esta segunda entrega (explicación de la matanza inicial en la iglesia mediante), Tarantino insufla aquí la pausa a la película global -la que forman las dos cintas en su conjunción-, convirtiendo la adrenalínica narración de la primera entrega en justificación textual; salpicada, eso sí, de nuevos y magníficos números de violencia redentora, con su correspondiente e impagable aderezo musical. Un ejercicio reversivo de feliz e imprescindible complementariedad.

Nada da más placer que ver a nuestra heroína conseguir desterrarse de su sepultura mientras el genial director nos cuenta sus motivaciones, lo que recorre la maltratada conciencia de aquélla. Ahí radica la excelencia de Kill Bill, más allá del innegable poder visual que desprenden sus recicladas imágenes (ya bien destripadas y consecuentemente ubicadas en el ámbito cinéfilo): la oportunidad del montaje. Si entonces era para estimular la posible intertextualidad de las imágenes, fruto de la diversidad de su fuente de inspiración -mediante la publicación de la historia de O-Ren Ishii-, ahora es para abordar la crónica de la rememoración de un género, el de las artes marciales, exhibido durante la estancia de la protagonista en el templo chino con Pai Mei; la ecléctica reunión de géneros cinematográficos (que también incluye al western y, por qué no, a la comedia de situación en breves apuntes) culmina así en epopeya de proporciones mayúsculas, tanto en fondo como en forma, inflados hasta el extremo como no podía ser de otro modo en el director. Una dichosa manera de aproximación a la superación personal, alcanzada previo filtro por el más repugnante de los sufrimientos, jubilosa en fin. Puro Tarantino.

El duelo final

Pero si algo caracteriza a Kill Bill en relación a su director, es ser la enésima (y muy probablemente la mejor) muestra de una de sus principales inquietudes fílmicas: la mostración explícita, siempre amanerada aunque bañada en la profunda pasión y profuso conocimiento por el medio que con cada nueva película denota, del maltrato laudatorio a la mujer. Sirva su primera cinta como excepción que confirma la regla, pero el realizador parece divertirse ensañándose con el universo femenino, para finalmente, proclamarlo claro vencedor de la partida sexista continuamente desplegada. Aquí reside su apogeo, pero la definición final de la madre dolorida, que ha luchado con el único fin de obtener justicia y que inesperadamente, y en justa recompensa, encuentra al tierno motor del cambio de su rumbo existencial, es elocuente y reclama patrón metafórico: cual Superman , héroe instintivo de nacimiento aun sin haberlo elegido, ella permanecerá adherida a su condición de asesina, inexpugnable de su ser. Por más que no quiera; por más que no se dé cuenta; por mucho que intente olvidarlo. Por algo también se le llama “Mamba negra”.