Película Malditos bastardos

Quentin Tarantino desarrolla su filmografía atendiendo a todas y cada una de las piezas cinematográficas, por muy variopintas que sean, que conforman su extravagante imaginario. Lo hace, afortunadamente para él desde su exitoso debut con Reservoir Dogs, con la tranquilidad de quien ya se sabe poseedor de la eternidad y de una buena legión de fans. Nunca ha importado la mezcla e Inglourious Basterds no iba a ser diferente. Es el turno ahora de pasar por su genuina túrmix el cine bélico y el western. Su colosal prólogo despeja cualquier duda con el revelador título de “Once Upon a Time… in Nazi-Occupied France,” pero también alimenta unas expectativas que la película sólo satisfará a ratos, tan brillantes como fugaces e infrecuentes.

Durante ese cuarto de hora ejemplarmente tarantiniano, especiado con la primera de las antiguas piezas que Ennio Morricone cede al director estadounidense, disfrutamos de la verborreica presentación del Coronel Hans Landa (Christopher Waltz), un inolvidable Sherlock Holmes del nazismo en busca de judíos a los que aniquilar entre los despojos de la Francia invadida, infame trabajo de limpieza étnica que desarrolla con fría eficiencia. El prólogo acaba y saltamos entonces al otro lado del espejo para asistir a la misma cacería en sentido contrario. Un grupo salvaje comandado por un sanguinario histrión (Brad Pitt) escapado de quien sabe qué cloaca en medio de la América más profunda se dispone a coleccionar cabelleras alemanas. Con más de un salpicón gore, Tarantino se recrea con macabra diversión en sus maneras de un modo más tosco, sin los buenos modales del oficial alemán

Una vez dado el pistoletazo inicial a ambas tramas, la película emplea con audacia hasta cinco idiomas diferentes, principalmente francés, inglés y alemán (resulta a todas luces desconsiderado no acercarse a verla en su versión original, más teniendo en cuenta el especial cuidado que Tarantino otorga aquí a la acentuación) a lo largo de un recorrido argumental lleno de sorprendentes altibajos, meandros y requiebros hacia callejones vacíos que deforman poco a poco la redondez de la historia, indecisa entre la exhuberancia incontrolada de Pulp Fiction y la pausa clásica de Jackie Brown, y desde luego muy lejos de la elegancia a la que el director nos tiene acostumbrados en esto del ensamblaje de un guión en el que sólo el trazo de personajes resulta reconfortantemente familiar.

Sesudas críticas de cinéfilos infinitamente más enciclopédicos que yo, les relatarán con vehemencia la –estoy seguro- interminable lista de obras de culto (y no tanto) que Tarantino decide vindicar con una escena, encuadre, nombre para un personaje o mención directa en alguna de sus conversaciones. Van desde la obviedad de Los Doce del Patíbulo o La Trilogía del Dólar a la mismísima Cenicienta, el arte panfletario de Riefenstahl o el colorido Giallo. Esta última sorprendentemente sugerente en la consumación distópica de un argumento que, como su desarrollo hacía esperar, converge demasiado artificiosamente. En medio de un aura fantasmal, la Historia capitulará ante el puro placer de filmar con rúbrica. Otro –segundo y último- momento genial.

Pero que estos chispazos icónicos no les aparten del camino. La mejor de las razones para ver y disfrutar Inglourious Basterds es un intérprete desconocido que se revela completamente desatado. El magnético y turbador trabajo de Christopher Waltz pisotea a cuanto actor se cruza en escena y se impone con claridad meridiana a cualquier virguería formal del realizador. En esto al menos Tarantino sigue estando en perfecta forma.