Película El Dilema

Siempre he creído que El Dilema se vendió mal toda vez que su estreno vino acompañado del, por entonces en boga, debate sobre el tabaco y su industria. La actualidad hizo un flaco favor a una película enorme, preocupada de mostrar la indefensión del individuo ante todo poder fáctico y los entresijos que determinan el comportamiento de éstos más allá del ejemplo usado en la obra. El Dilema es, en mi opinión junto a su predecesora Heat, la cima cinematográfica de Michael Mann hasta la fecha.

Son casi tres horas de película, es cierto. Suelo ser muy escéptico con estas demostraciones maratonianas que, en demasiadas ocasiones, no son más que puro y duro autobombo. Pero hay excepciones, como en todo. Y en El Dilema no estoy seguro de que sobre nada. Eric Roth firma junto a Mann un guión nada tedioso, engranado con máxima destreza, que comienza a un lado de la cuerda cuyo centro ocupa Jeffrey Wigand (Russell Crowe), centrado en los mecanismos de presión de una tabacalera sobre su recién despedido empleado, y con fluidez desplaza poco a poco la mirada hacia éste, obligado al silencio; hasta acabar al otro lado de la cuerda con un apasionante descenso a la sala de máquinas de los ‘Mass-Media,’ dejando sobre la mesa, sin tapujos, su inherente servilismo al mismo elemento que la empresa de tabaco: el dinero.

 

Tras su destacada aparición en L.A. Confidential, Russell Crowe explotó como actor en este largometraje imponiéndose a un monstruo histriónico como Al Pacino. Su excelente composición permite al espectador percibir al personaje en el borde del abismo, condenado de cualquier manera, diminuto ante los dos gigantes que se lo disputan una vez que acepta su juego sin conocer las reglas: la tabacalera que protege su mentira cruzando cualquier límite moral, y el lobby informativo en busca del mayor de los ratings. Crowe expresa con una contención admirable la soledad de este individuo, sobrepasado por los acontecimientos, en medio de una vorágine que dinamita incluso su círculo familiar. Y con Crowe, midiendo cada toma, está Mann para dar una lección de dirección cinematográfica, para dotar de atmósfera a los hechos narrados, sólido con la cámara al hombro, espléndido en cada encuadre inyectando tensión, siempre a la distancia justa y con el entorno adecuado, filmando día gris tras día gris –excelente la gradación cromática de Dante Spinotti- una pelea perdida de antemano, cuyos únicos momentos luminosos se dan en el aula de un instituto, en el intento de Wigand de volver a poseer su vida.

 

Y con la misma naturalidad con que la película llegó a Crowe, como decía, se alejará de él para recorrer el otro extremo de la cuerda. Allí Pacino, sin la brillantez del comienzo de su carrera pero, eso sí, perfectamente solvente, tomará las riendas de una obra en la que hasta entonces se había mantenido en un plano secundario. Su personaje, el periodista de la CBS enfrascado en el caso Wigand, también librará su contienda, más prosaica y con menor vuelo dramático, por mantener su honestidad ante sus superiores. Mann sigue firme, continúa explorando vías de expresión cinematográfica, ahora en la sala de montaje de una cadena de televisión. El ritmo no decae, se ha mantenido durante el acoso al protagonista y también cuando la trama recorría escenarios judiciales. En su recta final, serán los filtros que la información, lejos de la objetividad, debe atravesar para ser hecha pública los que se expongan con la astucia de perro viejo curtido en mil problemas, como el personaje de Pacino, siempre con una treta para escapar de la subordinación y mantener su integridad periodística, o en el caso del director, artística.