Película Ratatouille

Los pequeños animales, los animalitos, como metáfora de la vida. Otra vez. Aunque en realidad a la productora Pixar le da igual que sean juguetes, pececillos, coches, ratas, robots de limpieza o incluso personas de carne y hueso, puesto que, sea cual fuere el cuerpo (bien) elegido, ellos van a transformarlo con su habitual buen hacer en un conglomerado de diversión, técnica, inteligencia y mensaje que vale tanto para los más pequeños como, por supuesto, para los mayores.

Pero en esta ocasión fueron las ratas. Ese pequeño roedor tan molesto para el humano de a pie, que no duda en crisparse cuando avista una de ellas en sus inmediaciones. Así ocurre en Ratatouille, la última y vistosa cinta dirigida por Brad Bird para los estudios Pixar, tras su realización en Los increíbles. Lo hizo acompañado de Jan Pinkava, hasta aquel momento perteneciente a otros departamentos de producción de la compañía, pero que en esta ocasión quiso poner su nombre tras las cámaras.

Imagen de Remy, el ratón protagonista

De su unión surgió una maravilla de la animación, ágil y potente en la creación del movimiento animado (no vamos a volver reincidir en las elevadas virtudes habitualmente resaltadas, porque todos ya las sabemos, pero sí es de recibo apuntar aquí la virtuosa composición de las secuencias de mayor movimiento, donde la cámara circula a ras de suelo persiguiendo el rastro de la rata protagonista, con independencia de la mayor o menor rapidez en la ejecución, siempre asombrosamente; haciéndonos privilegiados partícipes de su viaje), y entrañable en su historia de superación “personal”.

Porque subyace tras el libreto de esta película el habitual cariño de la productora por los seres más insignificantes que pululan a nuestro alrededor, pero se pone aquí tan especial énfasis en la humanidad de las ratas, se las caracteriza tan entrañablemente en su autoconciencia de su insignificancia para las personas y en la peligrosidad implícita de su existencia (lo que ya de por sí supone un buen reclamo para las “aventuras” que propone la cinta), se desprende tal halo de vitalidad y pasión por la vida -simbolizado esta vez en el buen aroma de la cocina y la propuesta de su universalización: sólo Pixar podía mezclar la suciedad inherente a este animal con lo pulcro de la alta cocina; una combinación de lo mal visto que ellos convierten en exquisito ejercicio de la eficiencia-, que es imposible no contagiarse de este continuo trote a través del disfrute de la existencia que es Ratatouille.

Remy y su inseparable Linguini

Así, mediante el fortuito encuentro y la complicidad que surge entre dos seres (el simpático ratón protagonista, apasionado y experto de la cocina, y el inocente muchacho, atolondrado aspirante a fregaplatos) abandonados, cada uno a su manera, a su suerte -en lo que es una muestra más de la predisposición a la equiparación de caracteres y loa de la amistad siempre presentes dentro de la feliz labor educadora que Pixar lleva a cabo en todas y cada una de sus cintas-, se desencadenará la graciosa secuenciación de la maestría de la rata sobre el humano, cuando aquélla se esconda tras su gorro para dirigir a éste delante de los fogones. Una especie de simbiosis extremadamente productiva, por cuanto alegrarán el día no sólo a los comensales, sino incluso, lo que es más complicado aún, al crítico más feroz.

Y es que no podía terminar esta reseña sin ocuparme del personaje del crítico (culinario), de representativo nombre Anton Ego. Porque simboliza la absurdez de la seriedad y la inoperancia de la pose; en última instancia, lo inservible y obsoleto de la figura preestablecida, aunque también, la esperanza por la iluminación. Caracterizado cual Conde Drácula posmoderno, de rasgos en extremo tenebrosos, dispuesto a la catadura alimenticia para posterior mordedura textual, supone al fin una cura de humildad que todos deberíamos tener en perenne perspectiva.