Película Carretera perdida

En el arte, como en la vida, no todo es sencillo. Tanta validez tiene un cuadro realista como uno de expresión abstracta; una novela de lenguaje diáfano como otra de complejo sentido simbólico; una película lineal como otra completamente anarrativa. La importancia está en la adecuada interpretación de la obra, y no necesariamente será más sencillo extirpar el significado de la creación en apariencia plana que de la enteléquicamente rebuscada. David Lynch es un artista pleno, y aunque usualmente nos deleite en su versión más exigente para con el espectador (aquélla en la que éste requiere de su esfuerzo para ponerse en conexión con la obra planteada, y así intentar cuanto menos contemplarla en su justa medida), una de cuyas pruebas exponentes es precisamente el film que nos ocupa, también ha sido capaz de jugar en el sentido opuesto con notable éxito: tan sólo dos años después de la espiral cinematográfica constatable en Carretera perdida, dio una lección de vida en la afable y ejemplar Una historia verdadera; si bien transcurridos dos años más volvió a su delirante y magnífica senda habitual en . Una prueba de su diversa genialidad.

Hablar de Carretera perdida es hablar de un adentramiento en los límites de la conciencia humana, de su distorsionado y complejo funcionamiento, y del difuso límite que separa razón de locura, prestando especial atención a la esencial importancia que el componente sexual supone en el comportamiento humano; como consecuencia, también es hablar del mal, despojado de cariz moral, simplemente corporeizado, temible. Un delirio conceptual semejante a la exaltada representación visual con que David Lynch se gusta en transmitirlo; un estilo inundado de macabros simbolismos y visualizaciones extremas que fijan su raíz en un nebuloso ideario fantástico que linda en el componente terrorífico, envoltorio envenenado de un film noir próximo a su margen abismal.

Es un trabajo partido en dos trozos no ya complementarios, sino intrínsecamente relacionados, en tanto sus vasos comunicantes resultan del todo imprescindibles para descifrar el enigma que los atañe. El misterio de un hombre desequilibrado que recibe cintas de vídeo en la puerta de su casa, en las cuales aparece filmada primero ésta y, más tarde, el interior de la misma y sus durmientes habitantes: él y su despampanante esposa. La extraña historia de un joven que parece desubicado y que se ve envuelto en turbios ambientes, en mitad de los cuales encuentra a su deseo amoroso. En medio, la oscuridad de una carretera cuyas líneas amarillas discontinuas, bailantes y fugaces, suponen la única vía de escape de los terrores personales, en un mundo donde la demencia mora y los espejos refractan. “Fuga psicogénica” vino a llamarlo el realizador.

Lynch saca partido a su habitual cualidad para la creación de ambientes extraños y personalidades afectadas, y acompaña una estructuración inteligente de la narración -bañada en guiños imprescindibles para el desentramado de su propuesta- con una visualización propia del universo de la ensoñación malsana, de abrupto crimen y marcada violencia, siempre en concordancia con la paradoja de su idea. No podría hacerlo sin el vital apoyo del excelente trabajo fotográfico que atesora la obra, instaurado en el oscurantismo y el desenfoque puntual enfrentados a la exposición lumínica, casi cegadora, que por momentos riega la pantalla; un fiel reflejo de los seres que ésta alberga en su interior, a cada cual más macabro (mención especial, cómo no, al personaje interpretado por Robert Blake, absolutamente siniestro). Tampoco sería lo mismo si el genio de Badalamenti no hubiera compuesto sus acostumbrados paisajes ambientales, germinadores de un misterio puro, ni si Lynch hubiera carecido de ese extraordinario olfato musical que le permite ilustrar sonoramente la bella explicitud de las imágenes que fabrica: nunca estuvieron tan bien situadas señorías del empaque de Bowie, Reed, Manson, NIN o Rammstein; su significación aquí es modélica.

En suma, no cabría definir de otra forma a Carretera perdida que no fuera la de un apoteósico festín de sensaciones, servidas en una voluptuosa bandeja de la mano de un señor que, desde hace un tiempo ya, viene marcando para siempre el ideario cinematográfico de la psique humana, proyectado en línea recta en dirección al placer visual puro. La incuestionable e irrefrenable atracción por el (justo) exceso.