Película Ponyo en el Acantilado

La paradoja se instala en Ponyo en el Acantilado. Miyazaki nos ha acotumbrado a tanta belleza, a tan maravillosos viajes a través de nuestra imaginación, que la sensación de decepción resulta inevitable. El director nipón se muestra demasiado apático, desinflado, como si fuera consciente de que no retornará a los excelsos lugares artísticos por los que ha navegado durante más de una década. Si El Castillo Ambulante ya mostraba algún desfallecimiento en su siempre inspirada imaginería, ahora el declive parece más acentuado. Es ésta una percepción que sorprende ante un personaje tan arrebatador como Ponyo, espejo de La Sirenita de Andersen y auténtico faro de la cinta. Su brillante aura, un maravilloso lienzo en blanco en su interacción con el ser humano, merece la mirada arrobada de cualquier espectador, y se convierte en portador de los mejores momentos de la obra. Sin embargo, su esforzado empeño es insuficiente para guiar la película hacia la excelencia, lugar de atraque de tantas obras de Miyazaki.

Temo que en este mundo global, la impronta de este autor imprescindible se haya contaminado por algunas de las carencias habituales de la animación. Aparca inexplicablemente su sabia capacidad didáctica en una historia demasiado simple para un tipo acostumbrado a disertar con cirujana destreza acerca del comportamiento y aprendizaje infantil; desarrollada de manera poco atractiva, plana, desprovista de la exuberancia de trabajos pretéritos con los que admite comparación, como Mi Vecino Totoro. En el plano estético, Miyazaki dispone sobre la pantalla sus ingredientes habituales mucho más desarropados y dispersos, sin ese tejido intersticial rebosante de magia, simbolismo e imaginación que habitualmente cohesiona sus historias. Continente y contenido se perciben así más fríos, con menor sensación de hermosura.

Entiendo y alabo su intento por demostrar que la animación tradicional es estéticamente tan válida como la realizada con ordenadores. No obstante, nunca antes en su filmografía había convertido este hecho en un fin en sí mismo, en un elemento utilizado sin necesidad o significado. Su preciosista introducción es un claro ejemplo de ello. Pareciera que su intención fuera dar respuesta al talentoso lienzo pixelado de Buscando a Nemo.

Y ese es el gran peligro. Roger Federer aparcó su fineza estilística, quiso bajar a la arcilla para derrotar al arrollador Nadal en su propio terreno. No consiguió recompensa alguna. Es más, se vio superado en su querido feudo londinense. Como el tenista suizo, Miyazaki niega cualquier viraje en su forma de hacer películas y defiende la posibilidad de coexistencia con su amigo John Lasseter, que como Nadal ve en el japonés a un ídolo, al mejor. Mientras tanto, Pixar ya es algo más que dibujos animados impecablemente desarrollados. En Ghibli no debieran olvidar lo que hace de La Tumba de las Luciérnagas o El Viaje de Chihiro obras absolutamente eternas. De ambos, del suizo y del japonés, espero aún, en el ocaso de sus carreras, lecciones colmadas de talento. Desgraciadamente, no es éste el caso.