
Jason Bourne es un fugitivo, un hombre que, desesperado, corre continuamente sin saber muy bien siquiera dónde está el final del camino, hacia qué lugar dirige la pedregosa travesía que se empeña violentamente en atravesar en busca de la verdad sobre sí mismo, tan ansiada como peligrosa, sabedor de que su (re)encuentro final con la misma no será fácil. Este hombre es un valiente.
Un personaje tan enigmático como él podía ser bien explotado cinematográficamente, puesto que reúne todos los condicionantes que lo posibilitan: sufrimiento personal -en forma de crisis de identidad causada por un problema de amnesia- envuelto en una trama de espionaje, con un trasfondo de crítica a las altas instancias de la inteligencia secreta, resonando al fin en el propio gobierno estadounidense. Y semejante potencialidad presente en las obras del ya fallecido escritor Robert Ludlum (El caso Bourne, El mito de Bourne y El ultimátum de Bourne) no fue, efectivamente, desaprovechada en su adaptación a la gran pantalla, obteniendo como resultado las excelentes tres películas del mismo nombre que las novelas originales que hasta ahora se han hecho sobre el personaje. Tal ha sido el éxito que parece que, a pesar de lo dicho inicialmente por los responsables, la cuarta entrega puede estar ya en marcha. Pero nos centraremos aquí en la puesta en imágenes de este trastornado personaje. Y en este sentido, urge dejar bien clara desde un primer momento la diferenciación en los parámetros visuales que ostentan las entregas: si bien las tres guardan una imprescindible unidad en la preocupación de sus directores por el ahondamiento en el sufrimiento del personaje (que ayuda a no desequilibrar nuestra visión formada acerca del mismo), las formas de representación varían de la primera (dirigida por Doug Liman) a la segunda y tercera películas (dirigidas por Paul Greengrass). El personaje de Bourne sufre una constante evolución en sus avatares, condición paralela a su maduración personal y a su curtimiento en la batalla por la supervivencia, y ello es propiciado por un superior impulso en la ejecución de Greengrass tras la cámara, quien dota de un mayor dinamismo y hasta nerviosismo a la estela del personaje, aferrándose a sus sensaciones de cerca y haciéndonos con ello partícipes de su dolor, sintiendo su desubicación, implicándonos en la acción como si no estuviéramos muy alejados de su radio de cobertura.
Las peleas cuerpo a cuerpo, cercanas y vibrantes
No obstante, si no fuera por la buena labor desempeñada por Liman en El caso Bourne (quien, por cierto, no se quiso desvincular de la saga y participó en las dos siguientes en calidad de productor, ayudando a su manera -la monetaria- a su “sustituto” Greengrass), no podríamos estar ahora hablando de esta trilogía. Porque el director de Mr. And Mrs. Smith abrió la veda sorprendiendo con una muy digna cinta de acción por la que se preocupaba para que no quedase sólo en eso, sino que también albergase un retrato personal implacable y muy misterioso, haciendo precisamente de esto su mayor virtud, llevando al espectador a su terreno en una cinta igualmente entretenida que bien cuajada. Bourne nace abruptamente, encontrado moribundo en mitad del mar por unos marineros, con dos disparos en su espalda y un chip que contiene un número de un banco suizo incrustado en su cuerpo; esta supone la primera aproximación del director a su condición de ser errante y misterioso, también peligroso, cuando ni, como nosotros, él mismo sabe porqué se encuentra ahí y porqué es capaz de reaccionar violentamente con tan suma facilidad. Por eso, cuando después vaga por Zurich, no le queda otra que buscar respuestas a preguntas que doten de sentido a su existencia, carente entonces de un significado claro por culpa de su falta de memoria, cuestión esta también desconocida. En una situación tan patética, la única vía de escape que se le ofrece al personaje es la de la violencia; una violencia inusitada e igual de sorprendente, ante todo muy seca: Liman monta aceleradamente, sin recreación, los escasos golpes que le hacen falta a Bourne para deshacerse de los agentes que le persiguen, como dejándonos entrever fugazmente la fortaleza que subyace en él. En ese contexto, el realizador define el que será uno de los principales rasgos de la trilogía: el desorden ocasionado por una persona que sin duda goza de una capacidad extrema para hacer daño sin saber siquiera muy bien porqué. Constantemente amenazado, siempre situado en medio del lío, Bourne permanece obligado a defenderse, a escapar, enfrentado a un destino que parece ir en contra suya. En el terreno filmado, esto queda representado en otra de las mejores bazas de las diferentes entregas: las intensas secuencias de acción. No por espectaculares resultan menos dramáticas -a pesar de las adversidades, Jason es una persona concienciada, que en ningún momento quiere causar más daño del debido y que permanece al tanto de sus actos-, y acompañando a una encomiable ejecución en la realización hay siempre una importante parcela de guión que sirve de revisión de su ser, una ocasión que le marcará de ahí en adelante; en este caso su encuentro con Marie (Franka Potente). Ella supone un punto de inflexión en la saga, por cuanto su introducción posibilita la profundización en el drama de nuestro titán. Viene a resultar una suerte de complemento imprescindible para su supervivencia, no tanto la física como la espiritual, porque es, al igual que él, un alma sin un destino claro que debe encontrarse a sí misma. Su unión con Bourne -suavemente introducida: no interesa la explicitud sino el placer que provoca ver el descubrimiento del amor en un personaje que, en ese momento, lo desconoce por completo, de ahí que se filme tan fríamente el primer encuentro íntimo- le aupará en el fragor de la dura batalla; una figura de ánimo que, no obstante, también es una responsabilidad más para él, lo que le sirve a los guionistas para acrecentarle su visión de conjunto, para establecer un primer punto en su necesaria maduración. Bourne ya tiene algo por lo que luchar.
Marie y Bourne: la intuición del amor
Pero no es la anterior la única relación visible en la película. Bourne luchará de igual a igual con cada uno de los asesinos contratados para eliminarle que se irá encontrando en su camino, y nunca será en vano, porque en el final de cada victoria descubrirá un poco más acerca de su propia condición, encontrándose consigo mismo y percatándose paulatinamente de que quizás no sea tan distinto a ellos, duda que finalmente se despejará a las claras en la tercera y última parte. Y como conclusión a este peligroso juego del ratón y el gato, donde las carreras de este último, la CIA, se nos han mostrado implacables en su desesperada y atropellada persecución de sus propios errores del pasado (y del presente, véase si no la rápida terminación del personaje interpretado por Chris Cooper), en un retrato poco sutil pero eficiente, queda un apresurado final feliz, el del reencuentro. Apresurado porque Liman cierra la trama “Treadstone” con el mismo carpetazo que da su jefe mayor Ward Abbott (Brian Cox) ante un tribunal del gobierno; y feliz porque nuestro héroe obtiene su merecido descanso y felicidad tras semejante guerra. Sin embargo, el peligro volvió. La misma urgente solución que da fin a la primera entrega ocasiona el desencadenamiento de esta segunda: Bourne no puede quedar con vida, porque el proyecto “Treadstone” también lo estaría entonces, con las peligrosas consecuencias que ello podría tener en ciertos peces gordos. En esta ocasión la historia destapa una trama fraudulenta en relación al petróleo y a dos grandes nombres de Rusia, aunque sin hacer demasiada incisión en este aspecto, que de nuevo es más la excusa que el verdadero motivo para las correrías del malavenido personaje.
Bourne, siempre lastimado
Es por eso que el supuesto pacífico descanso final de El caso Bourne no lo es tal: ya desde el principio se nos muestra a un Jason inmerso en pesadillas; recuerdos del pasado que serán constantes a lo largo de todo este Mito de Bourne, porque la toma de conciencia del personaje se hace cada vez más nítida. A medida que pasa el tiempo, Bourne se acerca a la solución, a la perdición, de saber qué ocurrió, y Greengrass quiere hacerse eco de ello mediante un giro en las formas de representación del thriller, que viran hacia el acercamiento en todos los sentidos. Una proximidad constatada en un único y amenazante perseguidor, matón de un mandamás petrolífero y acreedor de una indiscriminada dureza que es un fiel reflejo de la que probablemente algún día Bourne tuviera que emplear irracionalmente; una nueva confrontación de espejos. De hecho, al comienzo de esta segunda parte tendrá lugar una de las secuencias más importantes de toda la saga: la muerte de Marie, causada por un disparo perdido de aquél; Bourne quedará marcado para siempre, su único apoyo y forma feliz de disfrute del mundo que le rodea ya no estará más a su lado, y esta violenta irrupción en su nueva vida le recuerda su condición de eterno escapista y su imposibilidad de adquirir una vida normal, alejada del peligro. Su dolor lo transmite Greengrass en un tierno y a la vez amargo beso en las profundidades de las aguas donde ella cae, unas aguas verdosas, reflejo inverso de la escasa sensación de esperanza que apodera el personaje en ese momento, quien lentamente se distancia por siempre de su amada, mientras la cámara se apesadumbra con él. Y es que si de algo hacen gala las dos últimas partes, es de la constante sensación de fisicidad. Iniciada en este Mito y elevada al máximo exponente en El ultimátum, las películas del director inglés vibran, tiemblan, llegan a moverse espasmódicamente en su afán por aportar una ilusión de cercanía, de implicación, en todo aquello que rodea a nuestro héroe. Podrían apuntarse varios momentos, pero sin duda los más relevantes -por cuanto representan los dos pilares de la cuestión: el íntimo y definitorio de la personalidad de Bourne, y el explotado en efusivas secuencias de acción, que no son más que una subsecuencia del primero- de esta segunda entrega bien pudieran ser la ya comentada secuencia de la muerte de Marie y, en el siguiente terreno, la escena de la persecución en taxi, justo tras la cual, por cierto, aparece otra conmovedora secuencia del primer término, tácita demostración del interés del realizador en ahondar en la definición del personaje; una mezcla enriquecedora para el espectador.
Bourne y Nicky: el olvido del amor
Analizando la secuencia del taxi en sí. Representa la culminación de la trama, y supone el obligado final a esta nueva conspiración contra Bourne que en esta segunda parte se desarrolla; todo se precipita hacia este momento, que se quiere estelar, y es que su finalización supondrá la última catarsis de Jason, y ésta debe justificarse al alza. Greengrass acelera el montaje como Damon pisa el acelerador, solapando breves (brevísimos) planos de su asustado rostro con instantáneas de su pie en el pedal, como si se tratase de una relación acción/reacción, indispensable para su supervivencia y en cabal tono con su impulsivo carácter; se sitúa en el interior del vehículo por su pupilo conducido para que recibamos sus mismos impactos, en un brillante ejercicio de virtuosismo en la situación y ejecución del plano; dota, en general, de un ritmo frenético a la acción que hace que quien mire quede impregnado de la velocidad que imprimen los protagonistas, todo ello para terminar con un violento choque en un túnel con una salida que no será otra que la de la asunción de la solitaria victoria, nunca triunfo, de su personaje, quien mira (con condescendencia), apunta pero no dispara a sus mortuorios rivales. Sin embargo, no se olvidan aquí las relaciones que tan presentes estaban en la primera película, pero dándoles un buen giro su nuevo director. Si antes la parte más suave y placentera era la que incumbía a Bourne y Marie y la más tensa la que le separaba de Conklin (Cooper), situándose en medio el personaje de Julia Stiles, Nicky (quien en última instancia resultará clave para comprenderle un poco más), ahora Greengrass rompe con eso impactantemente desde el principio y se interesa en darnos una visión de la sustituta de aquél, Pam Landy (Joan Allen), mucho más concienciada con su trabajo y responsabilizada con los perjuicios que pudiera causar una mala actuación suya, comenzando a perfilar el realizador una relación positiva entre ella y Bourne que fructificará en éxito de la verdad en la tercera película. Asimismo, Abbott no podrá soportar su mafiosa implicación en la trama contra Bourne y acabará suicidándose, otra muestra más de las ganas del director por dar una visión justa de los hechos, incriminando a los responsables directos aun con las consecuencias que ello pudiera traer (Marie); ni nuestro héroe saldrá intacto, dejando ver por primera vez su no inmunidad en una cojera resultado de otra nueva huida. Encaramiento frontal a la realidad de la historia, sin miedo, con consecuencia.
Pam Landy, la conciencia de la administración
Así, con cada personaje en su sitio, termina la segunda parte; pero muy al final se nos dará una pista: es Bourne quien entonces amenaza. Greengrass termina su trilogía llegando hasta el final de la psique del héroe, adentrándose en sus martirios interiores expresados mediante flashbacks alucinógenos que le (nos) desvelan el origen del pesar; por eso comienza la última parte igual que terminaba la anterior: con una confesión vital para el descargo emocional. Dignifica al personaje cuando le muestra valiente pero igualmente hundido en su asunción de culpa por las muertes de los seres queridos ante los que compadece, en escenas de una gran emotividad en las que el realizador da rienda suelta a su formalismo: siempre cámara en mano, filma el encuentro contagiándose de las emociones que en la habitación se dan cita, provocando con ello el movimiento constante del encuadre, como si la quietud no fuera posible en una situación como ésa. Más que efectismo, yo diría efectividad en su propuesta. Pero lo que engrandece más aún la visión que el director inglés quiere dar a la saga, y que goza en liberar aquí, es el planteamiento de este Ultimátum, esa puesta en escena arriba comentada (y extrapolable a todo el film), y la resolución final del mismo. Situado “in-media res”, hacia mitad de la película volverá a repetirse la última secuencia de El mito, descubriendo entonces el espectador que aquélla no pertenecía realmente a esa película sino a ésta. Una situación así podría quedarse en anecdótica de no cobrar la relevancia que aquí ostenta en la trama: la pista antes mencionada deviene ahora en acto irremplazable para la finalización del embrollo que rodea a Bourne, engañándonos en aquel momento el director con el objetivo de alcanzar ahora la complicidad que ocasiona nuestro disfrute ante semejante maquinaria narrativa. Y sin embargo, sin una nueva y portentosa muestra del talento del realizador para la creación del suspense y la sensación de cercanía del peligro, la trilogía no hubiera subido a los altares: en esta ocasión abordará su secuencia primordial en mitad de una estación repleta de inocentes civiles, como llevando hasta el final sus dardos puntiagudos contra la CIA cuando da a entender que cualquier sitio es bueno para conseguir dar caza al objetivo. La recreación de un ambiente de amenaza en medio de la desprotección ciudadana se logra en un tono acaudalado de brillantes impulsos; los mismos que tiene que dar el operador de cámara para acompañar a Damon en su salto desde una azotea al interior de un piso en Marruecos, atravesando la ventana, para posteriormente filmar una pelea sucia y extremadamente real, coreografiando todo para que parezca sencillo.
La batalla final del héroe
Todo ocasionado, esta vez, por un periodista, un nuevo cabeza de turco que es literal en la ficción y figurado en la guionización, por cuanto ya sabemos de las verdaderas intenciones de Greengrass para poner en marcha su potente maquinaria y deleitarnos con ello; un personaje que aparece nuevo en esta última entrega, como también lo es el interpretado por David Strathairn, quien realiza una fiel caracterización de su oscuro dogmatismo, redondeando así (y he aquí una cosa que necesariamente debiera señalar antes de terminar) el excelente plantel de intérpretes que recorren toda la trilogía. Sin la convicción que transmiten ellos, el dinamismo de la saga no hubiera sido posible. Y así acaba David Webb. Una persona maltratada por sí misma, con un pasado oscuro que ocasiona un presente turbulento; un ser auto-constituido en otro diferente por una engañosa iniciativa propia que se apoya en una peligrosa manipulación externa; un cuerpo fuerte que ahora se ve en soledad por culpa de una mente débil en el pasado, engañada a sí misma sobre la base de su (falsa) seguridad; un alma desposeída del cariño y del recuerdo por culpa de la transformación; un hombre reconvertido en héroe a base de su propio desconocimiento de sí mismo, siempre en constante búsqueda de su identidad, provocando a su alrededor el caos que se infiere de semejante desequilibrio vital. Su nombre es Jason Bourne.
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La influencia de La Trilogía de Bourne en el ultimo cine de acción es poderosísima. Esta muy bien que se comience a discutir sobre ello. Porque han pasado pocas cosas en los últimos años tan refrescantes para el cine en general como la aparición de este personaje.