Película La Voz Dormida

La Guerra Civil comienza con el alzamiento fascista contra la legitimidad democrática de la Segunda República. Eso es, por mucho que las ratas de Intereconomía intenten revertirlo, Historia contemporánea de España. Un hecho tan obvio que entronizar La Voz Dormida atendiendo a su posicionamiento político me parece un tremendo error, un atentado contra la inteligencia y el buen juicio del espectador. Su evaluación debe atender a factores cinematográficos. A Benito Zambrano sin embargo le pierde la militancia. El desequilibrio melodramático, lejos de otorgar intensidad al relato, se la roba a manos llenas. Su incapacidad para el matiz más allá de lo obvio –la fascista buena con la que tender un puente- relega la nueva cinta del director andaluz a la mediocridad, a ser una de tantas películas de aproximación unidireccional a nuestra Guerra Civil y su posguerra.

Convenientemente guiado desde el primer minuto de metraje, el espectador contempla las atrocidades que un grupo de abnegadas republicanas sufren en la cárcel tras la derrota del 39. A manos de demoniacos curas, monjas y militares varios, asistimos a su martirio; previo, quizás, al paseo hacia la muerte ante el pelotón. Allí se encuentra Tensi (Inma Cuesta), embarazada de un maqui y a la espera de juicio. Y allí recibe cada poco la visita de su hermana Pepita (María León), recién llegada a la ciudad para ganarse el pan como mejor convenga.

Desde un escenario tan reconocible que se percibe irreal, la propuesta de Zambrano deviene con previsibilidad hacia un mar de lágrimas. Romance y drama caminan juntos vestidos de telenovela en una cinta permanentemente instalada en el exceso. Ante semejante instrucción representativa, con unos y otros encajonados en pétreas posiciones, cabe destacar la interpretación de María Leon. Su composición del único personaje en cierto modo liberado de cadenas ideológicas vuela a distancia sideral del resto de un reparto superpoblado de clichés.