Película Chloe

Chloe sería el perfecto ejemplo de cómo un director de culto puede perderse en los derroteros del convencionalismo más deleznable. El culpable: un encargo. El genio inigualable y el talentoso hacer de ciertos directores suele quedar velado total o, en el mejor de los casos, parcialmente, cuando el rey del tablero se ve relegado a peón. Y en este caso Atom Egoyan parece haber sido fagocitado por este tosco remake que, pretendiendo ser ingenioso, cae en un asepticismo argumental que roza el tedio.

Recurriendo a un voyeurismo estético bastante acertado, el realizador decide presentar este thriller erótico con un envoltorio de lujo, único sello reconocible del director. Haciendo gala de una belleza formal poco usual en las de su género, Chloe juega a hacernos partícipes de la trama, invitando a mirar por el ojo de la cerradura al espectador. Bien distinto es que el interés por lo observado surja.

Moore y Seyfried, ambas dirigidas de forma excepcional por el realizador, conformarán junto a Liam Neeson el triángulo sentimental sobre el que se asienta el inconsistente, casi gelatinoso, argumento del film. Sin ningún cabo suelto que reprochar, pero con una sensación de fragilidad peligrosa, este trabajo acaba por convertirse en aquello que nos temíamos: un retrato neurótico que remite sospechosamente a Atracción fatal (Adrian Lyne, 1987).

De este modo, lo que comienza siendo un drama evoluciona hasta convertirse en un thriller de tintes lésbicos y fetichistas que, pese a hacer grandes esfuerzos por desvincularse del patinazo argumental, acaba dejando un poso televisivo nada agradable. Es ésta una cinta que presenta una intriga vacía de entusiasmo, sin pasión ni fervor alguno. Amplificándose este desasosegante sentimiento en el último tercio de cinta, resulta ineludible abandonar la sala con una sensación de vacío que intentaremos compensar, eso sí, inútilmente, con una estudiada realización.