Película Vivir

Akira Kurosawa fue un frontón que recibía y ofrecía influcencia de y hacia Occidente. En este caso, el director nipón revisa ¡Qué bello es Vivir! del mismo modo en que Leone hizo lo propio con Yojimbo o Lucas con La Fortaleza Escondida. La relación de Ikiru con el clásico navideño de Capra es evidente. No obstante, el film de Kurosawa contiene una riqueza técnica y argumental inalcanzable para la cinta protagonizada por James Stewart seis años antes. Las reflexión es mucho más profunda; el poso, eterno.

Un cáncer terminal da comienzo a esta pieza de orfebrería metafísica anclada en los insondables ojos de un sublime Takashi Shimura, inolvidable protagonista del film. La vida se acaba y el vertigo de una existencia consagrada al trabajo, inútil, sin tiempo para un hijo al que ha ido perdiendo a cada paso, se torna insoportable para Kenji Watanabe. Siempre poético, sutil, jamás prosaico, Kurosawa canaliza a través de la cámara la espantosa soledad de este individuo aterrado ante el vacío, angustiosamente agarrado a la superficialidad, a un noctámbulo y después a una joven, incapaz de vampirizar su felicidad. Un fantasma en medio de una multitud que escucha su situación pero no la comprende. No están al borde del precipicio, la muerte siempre parece lejana. Bergman tomó nota.

Desesperado, cuando nada de lo experimentado sacia su necesidad de trascendencia, Kenji experimenta su humilde epifanía. Aún hay tiempo para la redención. Kurosawa, acto seguido, proclama la indivisibilidad de vida y muerte con una soberbia elipsis que nos emplaza en la misma habitación donde tiene lugar su duelo.

Así, con igual sutileza, en una última hora de vuelo majestuoso, el director añade a su emocionante discurso una reflexión político-social tremendamente beligerante. Mediante un montaje en flashback deudor de Orson Welles, reconstruye con pulso maestro los últimos días del ciudadano Watanabe. Momentos en los que Kurosawa ofrece resquicios para la esperanza respecto a la catadura moral del ser humano como individuo, pero duda muy mucho de su futuro como colectividad. Todo durante un funeral convertido en obra de teatro filmada cuyos protagonistas son un puñado de patéticos burócratas incapaces de ver la realidad hasta que el sake despeja la bruma, e igualmente incapaces de asumir su moraleja (la escena final de la cinta, en el fondo, está cargada de pesimismo).

Se puede recurrir a infinidad de adjetivos más para calificar este trabajo; serían meros epítetos. Ikiru se explica por sí sola. Es cierto, no es un clásico de Akira Kurosawa. Es sencillamente una de las mejores películas que jamás se han realizado. Yo, solo espero tener un momento de regocijo y de paz tan solemne como el que Kenji Watanabe siente en un columpio nevado de un pequeño parque infantil, antes de que la parca me diga basta.