Valoración de VaDeCine.es: 8.5
Título original: Public enemies Nacionalidad: EE.UU. Año: 2009 Duración: 140 min. Dirección: Michael Mann Guión: Ronan Bennett, Michael Mann, Ann Biderman Fotografía: Dante Spinotti Música: Elliot Goldenthal Intérpretes: Johnny Depp (John Dillinger), Christian Bale (Melvin Purvis), Marion Cotillard (Billie Frechette), Stephen Graham (Baby Face Nelson), Stephen Dorff (Homer Van Meter), Jason Clarke (John Red Hamilton), Billy Crudup (J. Edgar Hoover), Giovanni Ribisi (Alvin Karpis)
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Que Michael Mann es uno de los abanderados del denominado “cine digital” era algo por todos ya (re)conocido. Cuando se decidía a filmar en cámaras de alta definición los avatares de un taxista que conduce obligado por un asesino hacia los puntos de parada establecidos por éste para perpetrar sus crímenes, sorprendía a propios y extraños por su naturalidad para introducir el HD en la violentada intimidad de un taxi y capturar la bella oscuridad de la noche, reinventando de alguna manera el thriller moderno, estilizándolo hasta cotas insospechadas. Siguió el camino emprendido en Collateral con la infravalorada Corrupción en Miami, en la que no sólo dio una necesaria vuelta de moda a la desfasada estética de la serie original, por él parida mediados los ochenta, sino que acentuó en su idea de la violencia hiperrealista y cercana mediante ella. Ahora se estrena Enemigos públicos y va un paso más allá: se atreve a relatar las andanzas de John Dillinger desde dentro, sin que haya muestra del paso de los más de setenta años transcurridos desde entonces, desechando de nuevo el grano cinematográfico tradicional y aprovechándose de la pulcritud que proporciona la imagen HD para establecer una reformulación de los códigos estéticos del cine clásico gangsteril. Casi nada.

La historia de John H. Dillinger, probablemente el atracador de bancos más famoso de la historia, la sabemos todos. Su final, también; ya nos lo han contado multitud de telefilms y películas (una de las más estimables, por cierto, la versión que John Milius hizo en 1973, Dillinger, con Warren Oates interpretando al icónico gángster). Lo que está abierto a interpretación es la manera de recrearlo, de ficcionarlo, y he ahí el gran acierto de Mann. Él mismo comentó en alguna entrevista que probó a rodar en los dos formatos, el tradicional en película y el actual en alta definición, y que tras ver el resultado, no le quedó ninguna duda: se decantaba por el nuevo porque éste le permitiría ser consecuente con su idea del drama del personaje, con su perspectiva a la hora de aproximarse a él, que no es otra que la de hacernos sentirlo de cerca, introducirnos en el peligroso mundo recreado a su alrededor sin que la componente temporal haga mella en nuestra percepción. Es una suerte de penetración en los violentos años 30, época de la gran Depresión americana, como si de uno de los ciudadanos de a pie de entonces se tratara. No me queda otra sensación tras admirar de nuevo emocionado la espectacular fisicidad de los tiroteos (una de las grandes virtudes del cine de este director, apenas reseñada, es la veraz recreación del sonido y sus efectos que logra en cada una de sus películas, y eso en un film de acción se antoja del todo imprescindible; la credibilidad le va en ello); la afectada sensibilidad que desprenden los rostros de los actores que en primerísimo plano la sabia cámara de Dante Spinotti sabe contemplar; los batientes diálogos que un felizmente contenido Johnny Depp elabora, aferrado al presente, frente a su amada, compañeros y principal enemigo, Melvin Purvis (plano Christian Bale); y finalmente, la plausible cinefilia que recorre la obra.

Porque en Enemigos públicos Michael Mann no sólo mira hacia sí mismo y reincide en las mejores constantes de su ya reconocida obra (la sublime planificación y resolución de las secuencias más violentas de la cinta recuerda inevitablemente a Heat), sino que honra al cine y su (re)interpretación posmoderna cuando filma a Dillinger frente a la pantalla observando El enemigo público nº 1 (Manhattan Melodrama, W. S. Van Dyke, 1934), haciendo que éste dialogue con la figura interpretada por Clark Gable en esa cinta, emocionado, gracias al esclarecedor contraplano que el realizador estadounidense nos regala; una transfiguración del antihéroe nada usual, y una comunión presente-pasado extremadamente provechosa en su significado. No es de extrañar, por tanto, que la extendida secuencia final de su asesinato, por muy conocida que sea, nos despierte la inquietud del que no sabe cómo va a ser; su prolongación, tensión y ralentización no son sino el último signo de admiración del director por su matón, una extensión del sentimiento popular de la época, envuelto en la luminosidad de los flashes y el gentío. Una muerte de profundo sentido cinematográfico. De entonces, pero rodada hoy.
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A mí me aburrió bastante, lo ví todo muy correcto pero sin ningún momento memorable, nada nuevo bajo el sol.