
EL BOURNE GALLEGO RECIBE EL APLAUSO MÁS PROLONGADO DE LA MUESTRA
No contaba yo con un día tan ajetreado como el de ayer, pero al final la jornada dio mucho de sí... tanto o más que la del martes. Comenzaba el día igual de temprano que siempre (cuando uno se hace a la rutina de dormir cinco horas ya no le tiene miedo a ser un zombie cinéfago), con la proyección de una película a la que tenía muchas ganas, por tratarse de un giallo, ese género italiano desaparecido en la actualidad pero tan añorado para algunos entusiastas como yo. Federico Zampaglione (quién puede hacer una mala película con ese nombre) presentó su Tulpa, y durante la siguiente hora y media nos tuvo retenidos en la butaca ejerciendo nuestra labor de voyeurs mientras contemplábamos esta historia de los vicios de la alta sociedad y el peligro que acarrean los mismos. Sexo, celos y crímenes se dan cita en esta cinta estilizada y que vislumbra el fanatismo de su autor por el género, por otra parte bien asimilado ya que es capaz de entregar secuencias angustiosas tan características de aquél. A la salida del cine no puedo más que buscarle para felicitarle por su film y pedirle si me puede contestar a unas preguntas... a lo que accede amablemente. Pronto podréis leerlo.
Y del Retiro al Prado, una suerte de refugio para mí en el resto de la mañana, dentro de la sección “Nuevas visiones”, donde . Descarto películas como The weight o Sinister ya que a las 11 allí se daba cita la nueva obra de un cineasta único como Apichatpong Weerasethakul, Mekong Hotel, y esto lo considero una oportunidad única. Tras su visionado queda un poso similar al que dejaba su anterior film, el iluminado Uncle Boonmee recuerda sus vidas pasadas, es por eso que puede interpretarse este nuevo trabajo como una coda de aquél. Localizado en un hotel abandonado en mitad de una riada causada por las inundaciones del tsunami tailandés, aquí se dan cita varias almas que dialogan entre sí con la naturalidad de las personas a las que representan, mientras resuenan de fondo los interminables punteos de una guitarra que todo lo ameniza; miseria y lirismo, vida y muerte, todo unido en un aura sobrenatural que inspira paz y tranquilidad. Un cineasta único en su especie, auténtico poeta de las sensaciones más difíciles de captar sobre nuestra cotidianidad, que suceden más allá de lo que podemos ver, y que sin embargo permanecen a nuestro lado.
Formaba esta obra parte de un triplete nada homogéneo, por no decir sencillamente bizarro. Le siguió el corto The curse, de Aldo Comas. 7 minutos de videoclip guerrillero en los que patentar cómo se puede pasar de un extremo a otro de hacer cine; si la intención de los programadores era hacer una broma con esto, chapó; de cualquier otra forma, está fuera de todo lugar. Para finalizar, la japonesa Henge, que cuenta los avatares de un matrimonio en el que él se convierte, progresivamente, en un monstruo, hasta convertirse en una especie de Godzilla multiplicado por 4. Una marcianada graciosa.
Salgo y vuelvo a entrar; total, ya no tengo vergüenza de que los taquilleros se me queden mirando. Me espera Human core, un proyecto español que, según nos presentan sus responsables, primero fue corto, después serie de televisión, y ahora es largo. Y vaya largo. Auténtica obra atípica en nuestro cine (de hecho, nadie apostaría a que lo fuera), esta cinta es lo más parecido a un experimento cinematográfico en el que conviven los exabruptos de la presentación televisiva, la ficción más aséptica en forma de ciencia-ficción futurista y el documental, todo ello para conformar una obra de divulgación científica que nos habla acerca de la experimentación humana, del presente y el futuro de éste enfrentado a sus miedos y posibilidades en un mundo cada vez más tecnificado y opresivo. Una obra ambiciosa, con aspiraciones filosóficas y que, aunque interesante, finalmente resulta algo irregular en su puesta en escena. No obstante, hay que aplaudir la valentía y la tremenda originalidad de su propuesta, así como la capacidad visual de sus autores, a los que sin duda habrá que seguir en un futuro (que, esperemos, no resulte tan sometido como el que ellos mismos nos pintan).

Al rico caldo y empanada gallegos en pleno Sitges para afrontar la tarde cargado de energías. Primero tenemos War of arrows, una superproducción coreana que batió récords en la taquilla de su país, sólo superada por Transformers 3. Batallas épicas entre distintos pueblos, con la flecha como gran aliada. Una recreación historicista conseguida visualmente aunque algo cansina en el recorrido de su narración. Pasará sin mayor pena ni gloria por las carteleras, aunque dejará un sabor de boca agradable, tal y como ocurrió ayer, cuando casi todo el mundo estuvo de acuerdo en aplaudir.
Subo al Auditorio para quedarme allí el resto de la tarde/noche. La cinta más esperada del día y una de las más renombradas de todo el festival, The Tall Man, está a punto de llegar, y su realizador, el francés Pascal Laugier, parece que tenía ganas de ello, escuchando su discurso de unos 10 minutos de duración entre pronunciación y traducción; es de agradecer que los creadores se esfuercen en decir algo más que el “espero que os guste” o “que la disfrutéis” sobre el escenario, aunque tampoco hay que pasarse. La película -con participación de DeAPlaneta y Antena 3 en la producción- se está vendiendo como de terror cuando en realidad es un profundo drama, que nos relata el por qué de la desaparición de los niños en un pequeño pueblo de la América profunda. Así, la componente “fantástica” esconde la cruda realidad, cosa que comenzamos a intuir y que finalmente se materializará, en un juego donde se pierde parte de la sugestión del espectador en favor de un misterio en realidad bastante convencional. Ya avisaba Laugier de su cambio de registro, y personalmente ya sospechaba del posible adocenamiento de su mirada en esta producción -una vez sabidos los participantes monetarios-. Hubiera preferido que siguiera la línea de Martyrs, que por muy irregular o polémica que resultase, al menos se mostraba tremendamente impactante, atrevida y ante todo personal, surgida como un puñetazo encima de la mesa para espantar los miedos.

A continuación, y como fin de fiesta, lo nuevo de Daniel Calparsoro: Invasor. Un thriller español ambientado en Iraq durante la invasión estadounidense de los últimos años y que nos enseña las verdades y mentiras de las tan cacareadas “misiones humanitarias” que nuestro gobierno anterior destinó allí. Alberto Ammann dijo en su presentación (junto a algunos otros actores como Karra Elejalde o Inma Cuesta) que esperaba que la sangre y otras cosas nos salpicaran desde la pantalla... Y lo cierto es que al principio así ocurre, cuando Calparsoro se adentra con su cámara en pleno conflicto y no escatima en moverla y apuntar con la misma hacia la peligrosidad de lo que ni siquiera nos atañe mientras plantea la dificultad de la toma de decisiones en momentos críticos; sin embargo durante el resto de la cinta, que toma ubicación en A Coruña, se preocupa más en demostrar su valía efectuando esa manera de rodar tan dinámica, física y nerviosa que le sitúa como perfecto conocedor de las maneras del thriller, que en aportar un tono de credibilidad a las correspondientes imágenes, toda vez se ponen al servicio de una diatriba crítica tan loable como magnificada. Si es cierto que hay indicios de corrupción y necesidades ocultas de situar a los buenos como los malos y viceversa por parte del gobierno de nuestro país, no será esta la película que sirva como ejemplo de ello; en cambio, y atendiendo a lo estrictamente cinematográfico, sí demostrará el tremendo grado de influencia y legado que ha marcado (y seguirá haciéndolo) la saga Bourne made in Greengrass.
Muchos y muy prolongados aplausos a su finalización. Intuyo que algo de la animadversión que siente gran parte del público hacia el gobierno de nuestro país, España, y cuya credibilidad es precisamente criticada sin pudor en esta cinta, hay en ello. Un desprecio que se repite proyección tras proyección, y que se demuestra en los repetidos silbidos hacia los símbolos del Ministerio, TVE o... ¡Gas Natural! cuando estos hacen acto de presencia en pantalla; unos símbolos que, si están ahí, es porque han posibilitado una parte de la producción de la obra en cuestión, que apoyan por tanto el cine y sin los que una porción importante de éste dejaría de poder siquiera llegar a rodarse, cuando no de poder verse, ya fuera en festivales (como este que nos ocupa), en cines o en su posterior pase televisivo. Pero la plebe es feliz, están en mayoría y se creen en posesión de la verdad; duro con ello, pues.
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